La Red ha pasado de ser un mero soporte de comunicación para convertirse en un sistema productivo sui generis, si no de reproducciones de objetos industriales tradicionales, sí de objetos nuevos que no distinguen entre original o copia, ambos inmateriales e intangibles y, para colmo, idénticos. Los principios de autenticidad y originalidad que la sociedad europea moderna inventó en el siglo XVIII y que permitió establecer esa cosa casi metafísica que es el llamado "derecho de autor" no parecen aplicables en este contexto.
El cambio radical que introduce la Red en la naturaleza de los objetos y en la relación que los individuos entablan con ellos hace que progresivamente vayan saltando por los aires los procedimientos que hasta ahora regulaban los intercambios de los productos culturales. Nace una nueva manera de producir, difundir y consumir los objetos culturales y todo hace pensar que, tal como sucedió con la imprenta, los cambios introducidos van a ser irreversibles.

Pedirle a la cibernética que no copie es lo mismo que reclamarle a un individuo que respire sin usar sus pulmones. La copia es la esencia de la nueva técnica y es indistinguible de lo que se puede lograr con ella y no consiste en piratear sino que es la manera presente y muy extendida en que los individuos atesoran información sin usar la memoria (la humana, naturalmente): la nueva manera de conformar el archivo de la cultura. Cualquier disposición legal que penalice el intercambio de los bienes culturales no sólo interviene en un fuero muy íntimo de los individuos sino que afecta al modo en que estos configuran el archivo de sus memorias y afecta la libre circulación de todos los bienes.

