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Coreografías urbanas: En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín, 2007)

Publicado el 12 junio 2017 por 39escalones

Coreografías urbanas: En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín, 2007)

Mirada y evocación. La propuesta de José Luis Guerín brilla en su sencillez y su sinceridad, se recrea en el ensimismamiento, conforma visualmente un episodio de nostalgia, búsqueda y frustración, de fracaso de un sueño, de recuerdo de sensaciones que se filtran por los bordes de la memoria y de los sentidos para perderse lenta e inexorablemente. Pérdida contra la que el protagonista se rebela, que intenta sin éxito detener, taponar, reconducir, recuperar, revivir. En el primer segmento de la película, la mirada de un joven (Xavier Lafitte) que ha regresado a Estrasburgo en busca del amor que conoció seis años atrás, de la mujer que fue su objeto, deambula libremente entre los rostros y las calles de la ciudad. Es una búsqueda libre, caótica, nada sistemática ni amparada en direcciones, rastros, huellas, sino encomendada a un instinto superior, a la ley de lo inevitable, al orden cósmico del eterno retorno. El muchacho frecuenta lugares que adivinamos vividos y compartidos años antes a la caza del rostro recordado y ansioso por reconocer, observa una interminable colección de mujeres jóvenes que conversan o toman café, a parejas que se besan, discuten o pasean. Aguarda impaciente pero pasivo el reencuentro que juzga y desea inevitable. Sus miradas son azarosas, se concentran en gestos y expresiones, parecen dirigidas más a la iluminación interior, a la inspiración, que al reconocimiento de una fisonomía. La magia del recuerdo va de rostro en rostro, de mujer en mujer, en una especie de ceremonia de invocación del amor perdido, de la amada ausente, hasta concentrarse en un único objetivo (Pilar López de Ayala). A partir de ahí, se inicia un seguimiento hitchcockiano por las calles de Estrasburgo, en persecución del sueño. Como en Vértigo (1958), la magia evocada se entrelaza de suspense. Se pierde el rastro, se recupera, se confunde, se duda, se disfruta perversamente, se saborea por anticipado, se pierde en la memoria traicionada por el deseo.

Guerín permanece injustamente arrinconado por el cine español anunciado en la gala de los Goya y producido por televisión. Seleccionada por el Festival de Venecia en un tiempo en que el cine español, a diferencia de décadas anteriores, permanece continuadamente fuera de las secciones oficiales de los grandes festivales, los de clase A (Cannes, Berlín, Venecia), a excepción de San Sebastián, que mantiene la cuota nacional por aquello de la vergüenza torera, llama poderosamente la atención que cineastas como Serra, Laxe o el propio Guerín sean sistemáticamente marginados mientras se aplaude toda serie de banalidades emuladores de fórmulas importadas de Hollywood. Independientemente de las virtudes y los defectos que puedan encontrarse en sus películas, la mirada y la intención de sus proyectos son soplos de aire fresco que el cine español no se puede permitir desaprovechar, por más que, como en este caso, el argumento gire en torno a la exaltación de algo parecido a la inmadurez, a la negativa a crecer, a superar, a pasar página y reinventar la vida. La ansiada Sylvia es un oscuro objeto de deseo que no sabemos si pertenece a la realidad recordada, a la imaginación o a la memoria alterada por la emoción. Lo único tangible son las calles de Estrasburgo, sus gentes y aquellas marcas visuales con las que, al modo de Kieslowski, Guerín salpica todo el metraje: personajes que arrastran carritos o maletas con ruedas, recipientes que caen y vierten su contenido, parejas mayores que hablan o discuten, botellas vacías rodando por calles en pendiente, declaraciones de amor pintadas con espray sobre las paredes, ciclistas y caminantes que se cruzan perpendicularmente en sus trayectorias, vendedores de flores, rostros que se confunden en perspectiva, que parecen chocarse, besarse o ser uno solo, o cuyo reflejo en los cristales produce extraños juegos de confusión de identidades, fusión de espejo, carne y hueso, mirada y ansiedad por el descubrimiento de lo deseado.

Y silencio, diálogos ajustados y meramente funcionales (camareros y empleados en lo que les obliga el oficio, fragmentos de conversaciones o discusiones captados por casualidad), música callejera o vomitada por los altavoces de los equipos de música de los coches, los timbres de las bicicletas, el rumor del tranvía serpenteante por el casco viejo de la ciudad y, sobre todo, el ritmo de los pasos sobre las aceras empedradas. Sonidos e imágenes, luces y sombras. La película navega por el luminoso verano de la ciudad salvo en la penumbra solitaria de las noches de hotel; la narración, aunque transcurre a plena luz del día durante casi todo su metraje, se estructura en capítulos que son noches, primera, segunda, tercera noche… Marcas de ausencia, de nostalgia, de obsesión. Un formato identificado con lo experimental que, sin embargo, es puramente cinematográfico, ajeno a las concepciones literarias del cine, al margen de la estructura teatral de principio, nudo y desenlace, libre de los diálogos como marcadores del avance dramático de la historia. Cine destilado, libre del corsé literario, que cuenta su historia con imágenes, la materia primordial de las películas. El cine es un arte voyeur, y Guerín hace de la mirada y de los sentimientos que alienta, el interés, la curiosidad, el suspense, herramientas necesarias para la construcción de una narración que cuenta tanto sobre ella misma como sobre la naturaleza del lenguaje cinematográfico. El espectador comparte esa búsqueda, la siente propia, su sentido apela a sus propias experiencias, anhelos y frustraciones como mecanismo de identificación con el protagonista, con su desilusión y su fracaso, en un relato de vida entendido como que la madurez consiste en aceptar derrotas.


Coreografías urbanas: En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín, 2007)

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