Me despierto sobresaltado en la cama. Miro hacia un lado. En la mesilla el atronador silbido, ronco y estruendoso al mismo tiempo, del despertador, no para de sonar. Alargo mi mano y, a tientas, acierto en el botón que provoca el fin de tan desagradable algarabía. Mis ojos enfocan los números, robóticos y verdes ¡No puede ser! El despertador puede llevar sonando unos cuarenta minutos. Quizás no lo programé debidamente. Hace un par de horas acababa de llegar a casa y estaba ligeramente perjudicado. Prácticamente igual que ahora ¡Cuarenta minutos tarde! ¡No llego!
Cojo la ropa, pero, antes de salir, necesito una ducha de agua tibia, casi fría, y un desayuno rápido. Cola Cao. Con aspirinas o similar, que la cabeza empieza a doler de lo lindo. Termino de enfundarme la camiseta y subirme las medias. A correr. Con un poco de suerte me hago los dos kilómetros que me separan de mi meta en poco más de diez minutos. Con 19 años, aunque en un estado poco ideal, uno puede hacer eso y más.
Bajo las escaleras que me separan de la calle por tramos enteros, seis, siete escalones en un solo salto. Casi atropello a una vecina entrada en años y me disculpo con torpeza. Ella me mira como todos nos podemos imaginar. Justo así. Seguramente acaba de regresar de misa. Ya en la calle respiro hondo y los efluvios y humos grises se me concentran en la sien. Empiezo a correr. Acelero.
El camino es sencillo. Aceras anchas me permiten ir rápido y molestar poco. Algunas personas se apartan al verme llegar. A lo mejor asustadas. Corro todo lo que puedo. Y con 19 años se puede correr mucho. No espero en los semáforos, esquivo coches casi parados y no hago caso a un pequeño paso en falso. No hay dolor. Sigo corriendo. Empiezo a cansarme. Debo bajar algo el ritmo. Miro la hora en uno de esos aparatos que son un tercio reloj, un tercio termómetro y un tercio cartel publicitario. En aquella época el cartel sería de tabaco y sexista. Impensable hoy día. Definitivamente llego tarde. No me puedo permitir el respiro y vuelvo a acelerar.
Cualquier lugar es bueno para jugar al fútbol (fuente: sextoanillo.com)Dejo a mi izquierda el Sánchez Pizjuán y me adentro en el barrio de Nervión. Me encuentro a un amigo, pero lo saludo con un adiós. Nada más breve. Sigo corriendo, esta vez por calles más estrechas y frescas. Me acerco al final de la carrera. Pero aun queda un poco y la hora se me echa encima ¡Vamos!
Ya he llegado a la calle en la que me espera el destino. Ahora corro como si no existiese un mañana. La puerta verde del recinto se hace cada vez mayor a mi perspectiva. Ahí está. Abierta. Me recibe una escalera, esta vez de subida, y sorteo sus escalones a la velocidad del rayo.
Mis amigos. No todos. Se ve que alguno, de los que me había despedido hacía un par de horas y un pico en un estado tan lamentable como el mío, no habían superado la prueba del despertador, quizás no superaron la fase de la vecina o, directamente, sus cuerpos les impedían correr, moverse. Pero yo había llegado y alguno más en mi estado, también. Por eso no solo me miraba la ira de los amigos responsables, sino que también recibía la comprensión y empatía de alguno de los irresponsables.
En cuclillas tomé constancia de lo que venía. Estaba agotado y no sumábamos los suficientes jugadores como para que hubiese un cómodo banquillo en el que descansar. A jugar sí o sí. Pero es que eso es lo que quería. Por eso estaba allí.
Los organizadores del encuentro, alguna liga del distrito de la ciudad, fueron misericordiosos y nos permitieron calentar un poco. Allí estaba el protagonista. El balón. Lo miré con deseo y calenté un poco con él, unos pases y unos disparos. Ninguno a puerta. Más carreras tras el esférico cada vez que fallaba, que, como ya sabemos, a ciertos niveles no profesionales, los recoge pelotas somos los jugadores con menos calidad.
Tras cinco minutos y alguna incorporación infame más al equipo, nos disponemos a jugar. Balón al centro. Muchas caras largas. Otras agotadas. Equipo incompleto. Nauseas. Y nuestro capitán, un tío ocurrente, recibe el balón sacado desde el centro del campo, con la izquierda hace un control que permite al balón tomar altura y con la derecha lanza una parábola que increíblemente besa la red del equipo contrario. Sorpresas y bocas muy abiertas. Alientos inenarrables.
Sampaoli en su etapa en el Sevilla FC (fuente: sportyou.es)Lo que vino después, sea real o no, no importa mucho. Quizás algún gol en contra, alguna visita incómoda a los vestuarios, de varios miembros a la vez, probablemente ni siquiera tuviéramos más oportunidades en el partido. Qué más da.
Aquel día me levanté, corrí y llegué. No sé si ayudé, si jugué mal o peor, pero sé que los vi, que jugué con mis amigos, que tuve que ir al vestuario por culpa de unas furibundas náuseas, a lo mejor más de una vez, y que en el vestuario había compañeros, doy fe, pero que hoy, veintitantos años después, a otro ritmo tal vez, con otros objetivos seguramente, volvería a hacer lo mismo. El balón era la excusa. El amateurismo, del que el inclasificable Jorge Sampaoli se quiso adueñar era nuestro. Quizá colonizó mi mente, pero ya pasó. Nadie pudo, ni puede, darnos lo que ya era nuestro: el fútbol es de verdad si lo puedes compartir con tus amigos.