—Sancho, tú crees que saldremos de aquesta nueva afronta con lo que me propones, porque si no conseguimos calmar los ánimos de estos bardos metidos a corredores de maitines no podré volver a Sevilla, y nada me disgustaría más que vivir el resto de mis días en una ínsula barataria como ésta. No sé si me entiendes —le dijo D. Quijote armándose de razón.
—Bueno, señor, ya le conté cuál es mi plan para restablecer nuestra honra. Sólo le pido que me deje introducir nuevas formas a la hora de resolver nuestros viejos problemas. Estará conmigo que si en nuestra época hubiésemos dispuesto estas ardides, usted no se hubiese tenido que enfrentar a esos gigantes disfrazados de molinos de viento, ni a un sinfín de caballeros que no eran ni andantes ni caballeros, por más que los viera tan claros en su mente. Y qué me dice de esa necesidad tan suya, de allá por donde pasaba, de restablecer justicias de amores e hidalguías.
—Ya, Sancho, dices bien, y argumentos certeros no te faltan en lo que expresas, pero yo me sigo ateniendo a mi vieja razón de caballero andante, porque ahora en eso estamos, deshaciendo entuertos, como siempre. Mírales, ahí los tienes, dispuestos a correr el encierro delante de unos toros que no son tales, salvo en sus maltrechas cabezas.
—Señor, dejémosles que sigan imbuidos en su fe, y si están tan decididos a correr el encierro a pesar de que usted y yo no seamos los morlacos que ellos pretenden e imaginan en sus mentes, ese es su problema y su afrenta, y no la nuestra, porque nosotros ya ajustamos cuentas con el pasado, el presente y el futuro. Por ejemplo, nunca nadie nos vio en un encierro y, sin embargo, aquí estamos. ¡Dejémosles correr!, pues. Si nuestro creador perdió el juicio después de mucho leer novelas de caballerías, ellos lo han hecho después de mucho orar y orar, y si no, míreles, no hacen sino suplicarnos que nos lancemos sobre ellos igual que Minotauros endiablados.
—Así lo haremos, entonces. Súbete, igual que haré yo, la cogulla de color negro azabache de tu túnica, y juntos, con nuestras lanzas apuntando al horizonte, trotemos lo más rápido que sepamos. Yo a lomos de mi Rocinante y tú encima del Rucio, para que, por una vez, no sean ellos, y sí nosotros, los que les proporcionemos un poco de luz a sus sueños.Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel