Que la corrupción se haya convertido en la segunda preocupación de los ciudadanos de este país, después del desempleo que origina la actual crisis económica es una desgracia social. Y como tal nos afecta a todos. A los profesionales también. La corrupción, el uso ilegal de recursos económicos con fines lucrativos fuera y por encima–o por debajo–de la actividad normal de unos y otros es posible que haya existido siempre. Al menos hay referencias desde hace siglos en el Antiguo Egipto o en la Grecia clásica. En la Grecia moderna se ha apuntado como una de las causas de la tremenda situación que atraviesa el país más destrozado por la crisis económica actual. Pero ese es el consuelo de los tontos: mal de muchos, epidemia. O, en este caso, endemia.
Hace unos meses y al considerar los problemas que se desarrollaban alrededor de las medidas para intentar controlar el disparado coste de los medicamentos y su repercusión social, anuncié que haría una referencia a una de las corruptelas que se han sucedido en la prescripción de fármacos. Una execrable práctica que espero y deseo que haya desaparecido, era lo que se conocía como “tarugo”. Profesionales de dudosa reputación entregaban a representantes de las empresas farmacéuticas y igualmente más que dudosa reputación el taco de papeles grapados que constituyen la matriz o “tarugo” de los talonario de recetas de la Seguridad Social. Supuestamente a efectos estadísticos para que el representante pudiese justificar qué profesional recetaba qué, pero e indudablemente, a cambio de contraprestaciones diversas.
Para nuestro lectores de otras latitudes, recordamos que los medicamentos incluidos en un petitorio publicado por el estado español, eran de dispensación subvencionada en un tanto por ciento variable en general y de forma completamente gratuita para los pensionistas. Esta situación administrativa se origina en los años de la dictadura franquista como una medida populista en unos tiempos en los que coincidieron la tremenda pobreza que aquejaba a un pais destrozado social y economicamente por la Guerra civil, con la creciente eficacia objetiva de los fármacos, notablemente los antibióticos. En muchísimas ocasiones, la población acudía a la consulta de los médicos única y exclusivamente para obtener una receta de medicamentos.
A principios de los años 70 del pasado siglo, las farmacias españolas podían dispensar más de 16.000 específicos, de los que dos terceras partes estaban subvencionados. El consumo de medicamentos en España superaba con mucho el de cualquier otro país de nuestro entorno más próximo, tanto en términos absolutos como proporcionales a la población a asistir. Además, las diferencias en los porcentajes de subvención de los fármacos llevaba a utilizar las recetas de pensionistas cuando quien iba a necesitar y eventualmente emplear el medicamento era otra persona.
Todo este entramado beneficiaba a la industria farmacéutica, a sus representantes, a los farmacéuticos, posiblemente a la población que obtenía bienes a cambio de nada, a goberanantes populistas que contaban con una agradecimiento tácito de esa población y todo ello, con la connivencia de los médicos prescriptores. No es difícil entender que algunos de ellos participasen directamente de alguna parte de los beneficios.
La vigilancia de estos posibles abusos estaba encomendada a los servicios de Inspección de la Seguridad Social, notorios por su habitual ineficacia y que, al menos en algunos casos que incluso en una época de escasa libertad de prensa y disfunción judicial que llegaron a denunciarse, participaron también en la cadena de corrupción. Y la otra vigilancia que pudieran ejercer los colegios profesionales, de Médicos y de Farmacéuticos, sólo se produjo en ocasiones de denuncia por facultativos enfrentados por razones personales, políticas o sociales.
Se podría argumentar que la profusión del empleo de fármacos hubiese podido contribuir a la realmente envidiable situación de la salud de los españoles. Con cifras de mortalidad infantil y las tasas de longevidad o expectativa de vida entre los cuatro o cinco mejores países del mundo, y la percepción por parte de la población de que nuestro sistema es muy apreciado, es posible que algo que ha formado parte de nuestro histórico tenga algo que ver. Lamentablemente la tasas de resistencia a los antibióticos de la flora bacteria considerada “autóctona” más bien desmentirían esa argumentación, entre otras cosas.
Realmente ha sido a partir de los años 80 y, especialmente, desde la promulgación de la Ley general de Sanidad y la puesta en marcha de los programas de control de especialidades farmacéuticas PROSEREME, que se ha reducido primero la lista de fármacos autorizados y después los subvencionados. Y más recientemente, en los últimos dos años, con la introducción de medidas económicos supuestamente disuasorias, el consumo de fármacos se ha reducido considerablemente.
Con todo ello el fenómeno del “tarugo” ha pasado a la historia y de ello todos podemos alegrarnos. Pero no dejar de recordarlo aquí para dejar claro que en esto de la corrupción hay grandes culpables pero y simplemente, tampoco hay inocentes.
X. Allué (Editor)