CORRUPCIÓN Y CONFIANZA
Publicado en Levante, 15 de febrero de 2013
En cierta ocasión, un amigo con el que estaba tomando unas cervezas, con la alegría propia del momento de júbilo que espirituosamente se nos introducía por la frescura de la ingesta, hizo alusión a la situación de corrupción por la que atraviesa nuestro país. No sé cómo salió a colación lo que se nos enseñó de jóvenes: vivir los “mandamientos”. Con aire desenvuelto, y embebidos en el líquido elemento del tonel, me dijo que eso era cosa del pasado. Caduco. Ya no se lleva.
Al momento, no presté mucha atención, pero después, cuando yendo por la calle, revoloteaba chispeante por mi memoria el agradable rato pasado, caí en la cuenta de lo que realmente me había dicho: los mandamientos eran algo propio de gente atrabiliaria, anticualla de la historia, cuentos de viejas y de curas.Incomprensiblemente esa visión está muy extendida. Y me resulta especialmente incomprensible, al margen de las creencias religiosas, pues lo que se contiene en el decálogo que Dios otorgó a Moisés, en el monte Sinaí, no es ni más ni menos que el éxito o el derrumbamiento de la civilización, de la vida familiar, social, política, etc. Los macizos cimientos de nuestra cultura.
Si ahora preguntáramos a nuestros jóvenes por los mandamientos, Moisés, Sinaí, nos dirían que el decálogo es un coche despampanante o un artrópodo con 10 pares de patas. Moisés, les puede sonar a Charlton Heston, a algún personaje de Matrixe incluso a modelo de tablet. Y, desde luego del Sinaí ni idea. Las cumbres que ahora conocen son el Kilimanjaro, que se deshiela por el calentamiento global, y en todo caso, el Everest o el K-2, montañas míticas de las expediciones al Himalaya.
Pero en muy pocos casos caerían en la cuenta de que se trata de una ética y no una cualquiera, sino el fundamento de los derechos humanos y la estructura de soporte vital de nuestra civilización.
A fin de cuentas, todo el orden social se basa en una profunda convicción: la importancia de la vida. Salvaguardar la solidaridad de la mutua dependencia. Es la fortaleza de una sociedad, el aire que entra en sus pulmones. La pureza en oxígeno viene avalada por el respeto a la vida: su defensa –no matarás-, su transmisión, el respeto a los que nos la han dado, y las condiciones materiales y sociales que la hacen digna: disponer de los recursos de subsistencia material y cultural –no robarás-, y la fama social: el respeto a la vida social que la hace digna –no mentirás ni darás falso testimonio-. Para el creyente, además, se amplifica hacia el Dios bíblico: fuente de toda vida y bondad.
Y si esto funciona, la entera sociedad funciona: el clima se hace delicioso, el aire impoluto respirable y la confianza se desliza, como el aceite, entre los engranajes de la vida social, aportando lubricidad y eliminando las asperezas de la condición humana presente.