Las ganas. La orientación. Un guante. La capacidad de saltar sin miedo a que me crujan las rodillas. La paciencia. El gusto por el whisky. La líbido. La salud. La paciencia, la paciencia, la paciencia. La ilusión por la Navidad. Las ganas de charlar contigo. La emoción de la novedad. La talla 36. El ánimo. El interés. La cabeza. Los papeles. La vista. Peso. La capacidad para asombrarme. El entusiasmo. Un calcetín. Otro calcetín de otro par. Las tapas de los tupers. La capacidad para dormir ocho horas seguidas. La alegría. El contacto. Una dirección. El DNI y la tarjeta de embarque justo antes de pasar el control. Y otra vez al embarcar. El miedo. La fe en el periodismo. El complejo de grandes tetas. La idea idiota de que todo el mundo es bueno. La confianza. La arrogancia o parte de ella, no toda. Amistades. La empatía. El criterio. El sueño. La vergüenza. El apetito. La calma. La memoria. La vida.
No es lo mismo perder algo que olvidar dónde se ha dejado. Se pierde un guante, un calcetín. Se olvida un paraguas. El olvido tiene solución, se recorre hacia atrás el camino trazado y se puede encontrar el punto exacto en el que los caminos se separaron. La pérdida es, en principio, irresoluble, solo una casualidad o un milagro la resuelven y por eso emociona, algunas veces, encontrar aquello que hemos perdido, aunque sea un calcetín o el DNI justo antes de coger un avión. Otras veces la pérdida es un triunfo, algo que ganas.
Hoy he perdido la capacidad para escribir con sentido.