Un libro de relatos puede ser muy disfrutable, pero también corre el riesgo de dejar al lector bastante frío o de resultar inconsistente. No es fácil reunir un puñado de textos que conformen un conjunto sólido. Quizás pueda parecer que es más sencillo escribir unos cuantos relatos que ponerse con una novela, y probablemente sea así. Una novela bien trabajada requiere una inversión de tiempo considerable, pero no dedicar el tiempo suficiente a cada uno de los relatos que incluiremos en el libro, dará como resultado una obra insípida, aburrida.
No creo que los relatos deban responder siempre a una misma estructura ni que sea imprescindible que cuenten con un final sorprendente. Como lector, lo que me hace seguir adelante es básicamente lo mismo que en una novela: que esté bien escrito y que cuente algo de forma que cautive. Obviamente, un relato tiene la limitación del espacio, por lo que el escritor debe centrarse en lo fundamental para transmitir su mensaje.
Me dejaron muy buen sabor de boca algunos libros de relatos que leí hace muchos años, como Trajecte final, de Manuel de Pedrolo; El perquè de tot plegat, de Quim Monzó; Calaveres atònites, de Jesús Moncada; y, más recientemente, Pirineos, tristes montes, de Severino Pallaruelo; y La dama del perrito y otros cuentos, del maestro Antón Chéjov.
Embarcarme en la aventura literaria me ha permitido descubrir a varios autores independientes que, sobre todo, escriben relatos y que logran eso que me parece más difícil: dotar al conjunto de un nexo común, un sello personal y una consistencia que atraen toda la atención del lector.
Destaco a Toni Cifuentes y a Gabriella Campbell. El primero es amigo de la casa, colega de aventura literaria, pero que lo considere un gran escritor no es consecuencia de ello (o sea, que no es amiguismo). Además de sus obras publicadas, Autotomía tanto en la versión autoeditada como en la revisada para Ediciones Hidroavión, he tenido el privilegio de leer varios conjuntos de relatos más en los que está trabajando, y la sensación siempre es la misma: el disfrute de la lectura. De Gabriella Campbell leí Lectores aéreos, al que dediqué una extensa (y positiva) reseña en ‘la recacha’.
Ahora acabo de leer Cosas que escribí mientras se me enfriaba el café, de Isaac Pachón, otro amigo de la casa que, no por serlo, merece la atención de cualquiera que pretenda hacer camino en el mundo no sólo de la autopublicación sino de la literatura independiente (incluyo aquí a las editoriales).
De entrada, el título es un enorme acierto. Da igual que sea largo. Tiene mucha fuerza, engancha y es perfecto para presentar lo que encontraremos al abrir el libro. Y más acompañado de esa adecuadísima ilustración de Alfonso Casas. En resumen: la cubierta invita a descubrir el contenido. Es agradable y acogedora, y ¿qué nos lleva a aceptar una invitación? Que quien nos la extienda nos haga sentir a gusto.
Otra cosa, creo que muy positiva, que puedo decir del libro (antes de centrarme en los relatos) es que, después de leerlo y conociendo a su autor, está claro que cada texto lleva su firma. Isaac es un tipo muy majo, agradable, prudente pero cercano, acogedor (vaya, me estoy repitiendo con los adjetivos), sencillo y honesto… o puede que sea un gran actor y nos la esté dando con queso a los miles de seguidores que lo apoyamos en las redes sociales.
Me inclino por la primera opción. El caso es que, como anuncian el título y la ilustración que lo acompaña, los veintiocho relatos que componen el conjunto son bocados de realidad (o irrealidad) que se degustan entre sorbo y sorbo. Algunos dan apenas para un mordisco y un trago, con otros apuraremos la taza y quizás un par de croissants o un bocadillo no demasiado grande. Depende del ritmo de lectura. Yo aconsejo leer sin prisas, saboreando las palabras.
Hay historias sorprendentes, otras no tanto y otras, las que más me han gustado, en que el relato es la excusa para exponer esas reflexiones que nos hacemos en silencio o hablándole al espejo. El autor escribe sobre lo cotidiano, aunque pueda aparecer adornado con un disfraz fantástico. Habla sobre la soledad, el paso del tiempo, el recuerdo, el amor y el desamor, el miedo al rechazo, y lo hace con un lenguaje cercano y un estilo cálido, como esa taza de café que con tanto placer sostenemos entre las manos en una fría tarde de invierno.
Decía al principio que no creo que un buen relato, para serlo, deba por fuerza contener giros inesperados ni perseguir la exclamación de sorpresa del lector. En mi opinión, las mejores historias del libro son las que parten de un planteamiento ingenioso y se desarrollan de forma sencilla, sin forzar ese giro final, sino que el desenlace llega de forma natural. Hay algunas realmente buenas, sobre todo en la primera parte del libro. Me vienen a la cabeza ‘Caroline’, ‘Bellini’, ‘El amante’, ‘El niño imaginario’ o ‘Los libros que nadie quiere’.
A otras, en mi opinión, les falla un poco el final, por ser demasiado previsible o no acabar de dejar claro su objetivo. Les falta algo para dejar satisfecho al lector. Aunque es un mal con fácil remedio: seguir leyendo.
En cualquier caso, el conjunto es muy disfrutable. Un primer libro del que sentirse muy orgulloso como autor y que, sin duda, deja con ganas de más al lector. Estoy seguro de que la inmensa mayoría de quienes hayan degustado este primer café esperan con ganas el segundo, que Isaac nos servirá muy pronto.
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