Un joven comunica a sus padres su intención de estudiar arte.
Ellos viendo el nubarrón aparecer en el horizonte de su retoño, le aconsejan que tenga el arte como hobby y que mejor se dedique a estudiar algo más importante.
Para zanjar la cuestión, desvían la atención hacia el televisor. Allí es donde se habla de las cosas importantes, esas cosas que mueven al mundo.
Esta escena con todas las variantes posibles la hemos vivido de un modo u otro la mayor parte de aquellos que algún día tomamos la decisión de dirigir nuestro desvelos al mundo del arte. La figura parental, en un acto de protección generalmente sincero, intenta reconducir a su prole hacia prados más verdes donde al parecer podrá desarrollar una existencia más completa y placentera dedicándose a algo más útil y, por tanto, mejor remunerado..
Que la estética no es importante es una de esas supuestas verdades naturales que nos dicta el sentido común y no deja de ser curioso que cuanta mayor importancia adquiere la imagen en nuestra sociedad más se dificulta desde el estado su estudio.
Cualquiera medianamente formado en artes visuales sabe que una obra de arte presenta distintos niveles en su lectura. Una obra presenta un primer nivel evidente y perceptivo tras el cual aparecen un sin fin de significados simbólicos cuya lectura depende en gran medida de la participación y la formación estética del espectador. La formación visual que proporciona el acercamiento a las artes dota pues al individuo familiarizado de práctica y habilidades para desentrañar los discursos visuales, ya sean reales o figurados, a los cuales se ve expuesto. Alguien dijo que el arte más que dar respuestas genera preguntas y esa es la molesta vertiente que presentan las artes frente al poder, dado que el ejercicio de la política se reduce casi en exclusiva y cada vez más a la creación de imágenes para construir relatos.
En España por ejemplo, acabamos de asistir a un golpe de mano en toda regla asestado a sus propias bases por la cúpula de un partido para doblegar su voluntad, democráticamente expresada con total claridad, entregando el gobierno a su supuesto y corrupto rival aún a sabiendas del desastre electoral que ello puede acarrearle. Rápidamente algún osado estratega tiene que pergeñar desde el aparato ejecutor una imagen que contraponer al desencanto de semejante panorama. Ya el día siguiente de la debacle se presenta ante nuestros ojos una imagen de pretendida serenidad, de recogimiento desde el dolor tras la batalla, en la cual se nos muestra a una Susana Díaz doliente como una Macarena que con gravedad lorquiana y tras haber ejecutado su acción incluso a golpe de lágrima, nos habla con sempiterno tono de atávica y benéfica sabiduría llamando a sus maltrechas bases a "coser" el partido entre todos. Alguna mente en esta organización entiende que proyectar la imagen de una laboriosa costurera es siempre mejor que la de alguien que ha vencido la batalla fratricida y ahora lame sus heridas . Se nos proyecta rápidamente la imagen de una dolida costurera, paciente y serena, como una Penélope ibérica, que nos pide que la ayudemos a "coser". Se nos presenta así la narración de una cruenta guerra pero cálidamente tejida en hogareño punto de cruz. Una dulce imagen para que olvidemos pronto el cadáver que, ante nuestra atónita mirada, trata de hacer que quepa en el armario . Una imagen para hacer que olvidemos pronto lo ocurrido y nos sintamos, una vez más, arrullados por el relato y en brazos del sentido común mismo mientras somos entregados, felices y tranquilos una vez más y en nuestro beneficio, a las amputaciones que en su buen hacer juzguen necesarias nuestros dirigentes, siempre en nombre del sentido común.
Ese mismo sentido común, cálido y seguro refugio en tiempos adversos, es al que apela ese afable señor maduro pero pretendidamente fuerte que camina rápido, hay periodistas que jadean tratando de seguirle, y que nos tranquiliza porque suele acabar las frases con un "como Dios manda" o cualquier coletilla rimbombante, a modo de "chim pom", para cerrar el discurso como se cierra un pasodoble . Ese señor que nos da seguridad con su resabida "retranca" a medio camino entre el niño más listo de la escuela y el cacique paternal y condescendiente que bromea con el lugareño levantisco mientras echa guiños a sus colegas de casino decimonónico. Ese señor crea imágenes que ante todo evocan tradición y pervivencia, sabedor como es de que su veterano público teme más al futuro que a la pestilencia. Para eso ha mantenido siempre la máquina de proyectar miedo muy bien untada de grasa y lista para un público ya con dificultades para enfocar de cerca .
Cuando el señor Wert , ocurrente y flemático espadachín de la oratoria de salón, dice que la educación artística "distrae" de otras asignaturas no está mintiendo. La educación artística distrae a su juicio tanto al futuro ingeniero o al médico como al albañil o al fontanero en ciernes, de la formación necesaria para su correcta y sumisa funcionalidad dentro del engranaje social. No obstante podemos estar seguros de que el señor ex-ministro goza de una considerable formación estética, esa misma que niega a otros, y disfruta a nuestra costa en su retiro dorado asistiendo a la ópera o quizás contemplando obras de arte en algún elegante museo parisino. Precisamente es ahí donde radica, sobre todo, la perversión de su teoría. La formación estética, como la humanística en general, distrae de otras asignaturas a aquellos que, según la elite del casino, mejor no deben recibirla porque el papel social que se les ha asignado es otro. Este elitismo en el arte no es un simple e inofensivo ejercicio de vanidad. Es más bien un excluyente mecanismo de fijación en la escala social en cuanto trata de ocultar, a los estudiantes ajenos a la oligarquía, cualquier conocimiento que les permita descubrir la tramoya de esta función en la que se desarrollan sus vidas y en cuyo guión, al parecer, se les ha reservado ya desde la cuna el papel de simples figurantes en una sociedad que debe carecer de ascensores
Para definir la cuestión con claridad suele ser útil recurrir a la fábula . Se trata de no distraer al buey, que mire adelante, no se le vaya a ocurrir girar la cabeza y descubrir la debilidad del hombrecillo que lleva el arado.
Alfredo Llorens