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La segunda ley de la entropía rige todo lo que existe. Según postula, en todo sistema cerrado, es decir al que no se le introduce más energía de la que ya tiene, las cosas calientes se enfrían con el tiempo, las moléculas se dispersan, los vasos se rompen pero no se recomponen; esto es, la energía se disipa. La entropía es la medida de esa dispersión, y el máximo de entropía define un sistema donde nada se mueve porque toda la energía se ha disipado uniformemente por todo el espacio disponible, alcanzando así el estado definitivo de equilibrio.
La pregunta habitual en estos casos suele ser: ¿cómo se explica la vida en un universo gobernado por la entropía? Pues la vida se suele entender como un ordenamiento de la energía opuesto al desorden natural. Frente a los sistemas cerrados, en que la entropía se impone, los sistemas abiertos son aquellos en que se introduce energía procedente de otro sistema; para que se produzca una concentración de energía que permita alcanzar cierto orden, es necesario un sistema abierto que reciba más energía desde otro sistema.
La teoría de las estructuras disipativas de Ilya Prigogine explicó, en la década de 1970, cómo era posible que la coherencia actuara en sistemas en desequilibrio; cuando un sistema abierto recibe nuevas dosis de energía, se aprecian regiones que actúan como atractores en que se concentra la materia y otras en que se disipa debido a los flujos azarosos de la energía; torbellinos a partir de los cuales el sistema se auto-organiza.
Y así funciona el tema: en un sistema cerrado, las cosas pierden energía y se disgregan; en la dinámica del proceso, mientras dura, podemos dividir el sistema en cuantos subsistemas abiertos deseemos, de forma que comprendamos cómo la energía fluye de unos a otros: ciertos focos concentran más energía y baja la entropía a costa de los alrededores, donde se incrementa.
Si consideramos que el sistema es el universo conocido, se nos presenta un cuadro que comienza, a falta de algo mejor, con una Gran Explosión que hace del desequilibrio el estado natural de todas las cosas. Tras el Big Bang, el universo fue un plasma de quarks y gluones con una energía tal que todo era acción sin posibilidad de estabilidad alguna; pero conforme esa energía se fue disipando, se generaron concentraciones a menor escala de donde surgieron los primeros protones y neutrones.
Según se va enfriando el universo, la energía tiende a estabilizarse cada vez más. En el proceso, se llegó a un punto en el que los fotones dejaron de tener energía suficiente para destruir todo aquello que tocaban, permitiendo así que protones y neutrones se unieran y formasen los primeros núcleos atómicos estables; en una primera fase, el Helio-4 fue el elemento más pesado posible.
Pero la temperatura siguió bajando, y consecuentemente la energía en el ambiente era inferior, así que los electrones pudieron ser atrapados en órbitas alrededor de los núcleos de protones y neutrones, de forma que aparecieron los primeros átomos con carga neutra.
Cuando la energía externa baja de cierto nivel, las partículas pueden atraparse unas a otras, con lo que el orden en ese sistema concreto aumenta. En este proceso de ataduras, la acumulación de materia en ciertas regiones concretas llega a cierto límite de densidad que, tras cruzarlo, deriva en procesos de fusión nuclear, de donde se originan átomos más pesados.
Siguiendo con el aumento de densidad, se alcanza un nuevo límite que hace que todo estalle, esparciendo los nuevos elementos por todo el universo. Estos átomos se unirán entre sí y formarán moléculas, más complejas según se desarrolla el proceso.
En cualquiera de los casos, siempre hay una bajada de energía en el entorno que permite la combinación de materia y, en el desarrollo de esas uniones, se produce un aumento de energía localizada que estimula aún más la concentración hasta que, nuevamente, se produce la dispersión y la curva de energía decrece otra vez; y vuelta a empezar en diferentes niveles de espacio-tiempo o, si se quiere más gráficamente, en un desarrollo fractal.
El misterio del proceso radica en un evento que marca una diferencia importante, al menos a los ojos humanos: la aparición de vida. El principio hasta aquí expuesto es válido para explicar la vida: la propensión de todo sistema a la mayor estabilidad energética posible.
Todo sistema evoluciona a un estado de menor energía útil y de mayor entropía. Desde un punto de vista físico, la principal diferencia entre las moléculas de un ser vivo y las de un ser inerte es que las primeras son mucho más eficaces a la hora de aprovechar la energía del medio y luego disiparla en forma de calor.
La complejidad del genoma de un organismo está asociada a su capacidad para gestionar la energía: una célula necesita energía para replicar su ADN, activar genes, fabricar proteínas, etc., y la cantidad de energía que se necesita es mayor conforme los procesos se complican.
Así, los sistemas vivos desarrollan recursos por los que son capaces de seguir trabajando cuando el flujo de energía no les es favorable. En lo más esencial, se trata de mejorar la captura de electrones y su transporte, de molécula a molécula, para que no falte energía cuando y donde se la requiera.
Por ejemplo, los organismos cuentan con las llamadas moléculas ATP, que liberan la energía requerida para que un proceso sea posible; o con las enzimas, que facilitan la transición de una molécula a otra haciendo de intermediarias en las reacciones químicas: se adosan a una proteína y crean enlaces favorables que, mediante pasos intermedios al modo de una cadena de transmisión, disminuyen la cantidad de energía necesaria para activar los procesos químicos. Es por ello que los seres vivos ejecutan reacciones químicas que de otra manera no se darían o tardarían mucho tiempo en darse, hasta el punto de que las enzimas aceleran los procesos en un factor medio de 10 elevado a 10, que es la diferencia entre un segundo y tres siglos.
Pero, para esto, fue necesario un suceso crucial en el destino de la evolución de la vida. A un cierto nivel de detalle, todos los organismos son idénticos: células eucariotas, con un núcleo contenedor del ADN y protegido por una membrana de un océano de orgánulos dedicados a la fabricación de proteínas, básicamente, y de una estación de energía llamada mitocondria. De acuerdo a una teoría que poco a poco va ganando adeptos, una procariota acabó dentro de otra y se convirtió en la mitocondria de su anfitriona. Este suceso fue el origen de una explosión de vida sin la cual la Tierra seguiría siendo un manto de microbios.
La importancia de la mitocondria radica en que libera al núcleo de la célula de tareas primarias; gracias a que tiene su propio ADN, produce, controla y distribuye energía de manera autónoma, con lo que el núcleo dispone de tiempo y energía para entregarse a actividades más exigentes, como activar nuevos genes y producir proteínas con las que ensayar nuevas rutas de supervivencia y, por tanto, de evolución.
Sin la capacidad para gestionar energía de la mitocondria, las células quedan estancadas en el nivel microbiano de existencia. Pero, no obstante, los organismos que evolucionan a formas más complejas no tienen garantizada una curva creciente en su sofisticación. La necesidad de incrementar la eficacia en la gestión de la energía que se le extrae al medio no significa que necesariamente haya que aumentar la complejidad, sino todo lo contrario. En términos evolutivos, una retirada a tiempo es una victoria.
En los últimos años, se ha descubierto que organismos simples, como las anémonas, disponen de un genoma más complejo que otros seres vivos, como los insectos. Más aún, las anémonas evolucionaron mucho antes que otros organismos superiores, hace 560 millones de años, lo que significa que la complejidad genética no tiene nada que ver con la línea del tiempo: los primeros seres vivos no eran más simples que los actuales por el hecho de ser anteriores. Y es más, la complejidad física no es la consecuencia necesaria de la evolución de una misma rama biológica, sino que pueden perderse características que fueron ganadas por ciertos antecesores. Por ejemplo, el insecto palo tuvo alas, luego las perdió y más tarde las volvió a adquirir; y un tipo de gusano plano, que tiene un único tubo para ingerir y excretar, evolucionó a partir de un ancestro cuyo sistema digestivo estaba divido en boca y ano.
Más sorprendente es el caso de ciertas esponjas marinas, que han perdido los complejos sistemas nervioso y muscular de que sí disponían sus antepasados, según se descubrió en 2012; y todo esto mantiene en vilo a los biólogos, pues un sistema nervioso complejo, con cerebro y neurotransmisores, es considerado un logro tan elevado para un ser vivo que no se concibe que pueda ser perdido en su evolución.
Con todo ello, hay biólogos como Dan McShea, de la Universidad Duke de Durham, que se preguntan si la complejidad como referente para una jerarquía de organismos es la adecuada: la idea del ser humano como organismo en la cúspide de la pirámide podría no ser más que una ilusión antropocéntrica si se consideran otros factores, como que son las cianobacterias las más evolucionadas por haberse adaptado a todas las circunstancias posibles en 3.500 millones de años.
De este modo, la sorpresa ante la simplificación de ciertos seres vivos en su línea evolutiva no dice tanto de una evolución atolondrada como de una mente humana que quiere organizar el mundo a su medida: el progreso, y su particular interpretación de evoluciones e involuciones, no es un concepto natural; la adaptación al medio, sí.
La relación entre mutaciones y circunstancias ambientales decide el desarrollo a algo más complejo o, de manera inversa, a un organismo más simple, lo cual puede ocurrir por falta de presión en el medio, cuando ya no peligra la supervivencia y por tanto no hay necesidad de invertir en más desarrollo o, por el contrario, cuando el entorno ya no inyecta suficiente energía para seguir combatiendo la entropía en niveles superiores.
Pero no todo es tan arbitrario, basado únicamente en mutaciones aleatorias. Existen unas proteínas llamadas “proteínas integrales de membrana“, PIM, que recogen la información del exterior de la célula y, de acuerdo a la misma, inician un proceso por el que se le dice al ADN qué genes debe activar. De esta forma, la herencia genética queda sometida a la información exterior. El ADN no actúa por caprichos del destino, al menos no siempre, sino que es un operario más que trabaja según los dictados que recibe.
Los genes son activados o desactivados en función de las circunstancias; no se modifica el código, pero sí la manera en que se expresa. Estas reestructuraciones pueden ser temporales o prolongarse hasta el punto de ser consideradas permanentes. La epigenética tiende así un puente entre la herencia y el presente en que cada organismo se ve envuelto, decidiendo los recursos que le son necesarios a tiempo real.
La complejidad alcanza puntos en que ya no basta con el propio ADN para mantenerse. Todo animal sano alberga en sí una organización multilateral formada por diferentes especies de microbios cuyas actividades hacen del organismo un entorno controlado, un microclima que asegura el mínimo de entropía en el sistema. Millones de seres autónomos realizan labores inmunitarias y, al encargarse de buena parte de los procesos de metabolización, proporcionan energía y permiten al sistema central dedicarse a otros asuntos.
La necesidad de aislamiento para potenciar el desarrollo hacia lo complejo es una característica de lo vivo frente a lo inerte, dice la biología. Pero quizás sólo sea una cuestión de grados que se extiende a todo el universo, tal y como propone el físico Lee Smolin en su teoría de la evolución cosmológica, donde somete a la selección natural incluso a las mismas leyes del universo; éste no sería más que uno de tantos universos existentes, en cada uno de los cuales ligeras mutaciones de las leyes naturales ponen a prueba su capacidad para sobrevivir.
La ciencia nos descubre la mítica danza del caos y el orden que alimenta las cosmogonías en que se ha justificado toda civilización. Un proceso de combinación, innovación y muerte que busca extraer la energía contenida en el caos entrópico, en un desarrollo continuo, salpicado por destrucciones discontinuas, de pequeñas islas de orden: átomos tras el Big Bang, células, organismos, planetas con magnetosfera, soles con heliosfera, ¿etcétera?
Una realidad evolutiva es una dinamicidad irreductible a una sola trayectoria, donde hay que hablar en términos de probabilidades dentro de un universo en construcción, donde la comunicación, la relación entre las cosas, es un fenómeno irreversible debido a la tiranía de la flecha del tiempo, según el concepto de las estructuras disipativas.
Mostrar que hay un universo evolutivo vuelve a integrar al hombre en la naturaleza, nos dice Prigogine. La ley de la entropía pone límites a las posibilidades del ser humano para manipular el medio en que se desenvuelve; es el marco que no puede traspasar y que lo recoloca como parte integrante de la gran estructura universal, no como el observador externo que pretendía la ciencia clásica.
Todo movimiento es la manifestación de cierta información, comenzando por un fotón que choca contra un electrón, y cada uno de esos intercambios provoca nuevos estados irreversibles que modifican inmediatamente el sistema, de modo que el juego de transformaciones cósmicas no es sino un viaje de datos que van pasando, con mayor o menor éxito, a través de diferentes objetos físicos que se crean y se destruyen, pero cuya esencia, la información, les sobrevive.
La flecha del tiempo hace del universo una narración de final incierto que nos es contada a tiempo real.
Es inevitable pensar en Sheherezade, que sólo interrumpía una historia para empezar otra más hermosa si cabe. También la naturaleza nos presenta una serie de narraciones inscritas unas dentro de las otras: la historia cosmológica, la historia a nivel molecular y la historia de la vida y del género humano hasta llegar a nuestra propia historia personal. En cada nivel asistimos al surgimiento de lo nuevo, de lo inesperado.
Lo cual permite concluir este artículo enlazando con otro en que todo lo dicho se aplica a la esfera de los humanos:
En el caso del ser humano, el proceso se extiende a un nuevo nivel en el ecosistema terrestre: la cultura. Esta transmisión de información es un caso superior de trasvase de energía de un sistema a otro que aumenta el control sobre el entorno y la utilización de sus recursos, algo que se refleja en la evolución de las relaciones sociales.
Esto se aprecia en aspectos como la división del trabajo o el uso de otras especies como fuerza de trabajo para beneficio propio, tal y como ocurre con las sociedades de insectos que integran a otras especies en su organización. Esto es aplicable en ecosistemas y en organismos individuales, donde el animal grande contiene parásitos necesarios para la supervivencia, pues participan en los procesos vitales esenciales del organismo superior.
En este sentido, la cultura se entiende como un producto natural de la evolución que canaliza en otro nivel los procesos de combinación, innovación y muerte. Una forma de almacenamiento y transmisión de información por vía no genética.
(“El ocaso del homo sapiens“)