Revista Cultura y Ocio

Creación

Publicado el 15 noviembre 2011 por Agora
Creación

La noche caía como un vuelo silencioso de miles de insectos negros y hambrientos. Él miraba al horizonte sin ver. Sintió por primera vez que su pasado ya no le pertenecía; acaso nosotros pertenecemos a él, razonaba incrédulo de todo. Y dedujo que el tiempo y la soledad eran una misma mentira descolorida por las lluvias de la memoria. Cerró la puerta de su antigua casa y caminó adentrándose en la Nada del bosque. Caminó eternamente con un paso lento y sin rumbo. Era como si el fin del mundo se abriese a cada uno de sus torpes e inseguros pasos. Intentó recordar qué había ocurrido una hora antes. Había esbozado un punto y final sobre la última página. Fue una especie de iluminación que daba sentido a todo.

Treinta años antes había sentido la llamada de la vida. Recordaba la mudanza a la casa del lago y el comienzo de la que sería su primera y última novela. Empezó como un remedio contra la melancolía. ¿Qué añoraba si nada existía? Pero a medida que iba escribiéndola se daba cuenta de que algo vivía en ella. En algún momento intuyó que era el principio de algo; algo que acabaría en el último atardecer de los días.

En el primer capítulo se agregó el comienzo del cosmos. Vio una masa informe de oscuridades que se iban forjando en galaxias y momentos primigenios. Escribió los primeros nombres de las cosas y dejó claro que eran cosas que no habían sido nombradas antes. Hizo algunos borradores hasta que erigió una forma de vida probable. Apareció la luz y pudo dormir esa noche, satisfecho de que el Universo estaba ahí. Tomó un vaso de leche, miró a través de la ventana y la soledad del mundo se reflejó en sus pupilas. Luego el sueño lo venció.

Cuando despertó a la mañana siguiente se engañó creyendo que acababa de llegar a la casa, de que el día anterior era el primero que escribía. Miró las miles de hojas esparcidas sobre su escritorio no sin sorpresa. Delataban horas de trabajo, horas que se escondían sin tiempo en su olvido. Fue entonces cuando advirtió que el tiempo se había creado sin ser él consciente. Se sentó y leyó algunas notas: una mujer pelirroja que nacía y se formaba junto a un manzano viejo y una serpiente oscura sin forma.

La piel blanca de la chica era como la nieve y recorría las páginas de forma infinita y extraña. Quiso besarla pero sólo eran papeles. Creyó estar loco pero reconocía la forma de su cuerpo desnudo y presintió en su oído una voz de vientos claros y frágiles. Ella estaba ahí de algún modo.

Los sonidos de papel siguieron toda la noche. Crujidos, rumores. Hasta el alba. Nadie existía; ni la memoria seguía un plan definido. Todo era… parecía ser lejano. Los sonidos abrumadores se fueron transformando en notas musicales. Primero escasas y sin sentido.

Luego abigarradas y acompasadas. Sonó primero un viento de trompeta y luego una gran orquesta dibujó la primera canción de la creación. Sonrió levemente y cayó en el sillón satisfecho y rendido.

La joven de pelo rojo y piel blanca envejecía y volvía rejuvenecer en cada página. Se multiplicaba en miles y miles de hembras; algunas muy parecidas pero siempre otras. Y fue en ese momento cuando su pluma sintió la soledad de ella. Y dibujó un ser semejante. Quizá algo más tosco y rudimentario pero bastante similar a la joven. Como un manantial que cayera desde la montaña juntaron sus cuerpos en la tibia noche sin estrellas y se precipitaron a ser un solo cuerpo. Se buscaban al alba como vientos sin lógica. Miró este último relato y le gustó. Así que pobló las siguiente páginas de cuerpos hermanos y afines. Continuaron entrelazándose como raíces profundas que flotasen en la nada. No podía vigilar sus páginas a cada momento. Dormía y al despertar se maravillaba y extrañaba de su propia novela. Ésta variaba incesantemente.

Tomó un descanso. Salió de la casa camino del bosque. Al pasar frente al espejo de la entrada no se percató de que éste sólo le devolvió una sombra borrosa.

Las oscuridades del bosque eran antiguas como él mismo. No tuvo miedo y quiso ir a la ciudad. Intentó atravesar el bosque pero la noche se cernía sobre él. Cuando por fin encontró un camino bastante largo que parecía seguro lo siguió sin titubear. Vio la ciudad que se levantaba frente a él como una muralla de espejos grisáceos y excéntricos. Llegó a la ciudad: estaba vacía. Las calles estaban desiertas y ni una luz delataba la presencia de vida humana. Comprendió y volvió a la cabaña. Vislumbró que el tiempo era distinto. Que su tiempo no correspondía al de los demás. No, no comprendió. Recordó. Sí, recordó. Buscó en su vetusta memoria de artesano y casi se vuelve loco al desentrañar el misterio que era su existencia. Llegó a la cabaña y continúo con su obra en silencio. Dibujo edificios a los bordes de las páginas donde los hombres y las mujeres se esparcían como líneas de un alfabeto enloquecido. A cada página ocurrían más cosas. Si en la página doscientos había una decena de hombres alrededor de un fuego, en la doscientos tres, miles de mujeres y hombres se apresuraban a escalar una montaña, amueblar una casa o a bañarse en una playa con nombre.

Recobró la memoria y visitó las primeras páginas. No eran las mismas que él había empezado. Sombras del bosque se habían colado de alguna manera en su obra. No pudo desecharlas. Cualquier intento de aniquilar parte de todo aquello podía acabar con la obra completa. Unas cuantas veces hizo la prueba con un borrador pero la tinta se esparcía retomando su forma y creando un huracán entre las páginas. Algunas hojas se perdieron. Aunque algún hombre haya existido en ellas no podrá ser recordado.

Peor fue aquella noche. Durmió profundamente y la dama de cabellera rojiza se le apareció. Existo, le dijo mirándolo a los ojos y sin mover los labios. Él, incluso en sueños, era consciente de lo irreal de esta mujer. Despertó sin poder olvidar su mirada triste y azul. Sintió lo que días antes había dibujado en su novela: un corazón, el amor triste de los hombres.

Después de desayunar el sentimiento de tristeza ya se le había pasado. Pero no el recuerdo de los ojos azules que él mismo había inventado. Todos estos pensamientos le embargaban cuando volvió a su escritorio. Contempló las páginas y adivinó que ya no necesitaba escribir más. La novela se escribía por sí misma. Cada día ocurría un día en la novela. Su tiempo se había igualado al de su obra. Todo coincidía. Sintió un dolor en el pecho y en el reflejo de una copa vio que sus cabellos eran tan blancos como el papel. Había envejecido. No podría calcular el tiempo que había necesitado para crear todo. Se sintió solo y decidió regresar a la ciudad. Se mezcló entre la gente, compró pan, bebió vino en una taberna y paseó junto a niños en el atardecer de un parque. Soñó por la noche que era humano y lo fue.

La última noche de su vida comprendió que toda su obra era un sueño. El viento, las ciudades, el olor de la madera seca, el miedo, la pintura fresca de algún lienzo, las caras de los niños que susurraban y los cauces de los ríos eran mentira. Las estrellas rojizas, las piedras, los suspiros, los gatos, los libros, la angustia y la tempestad eran sueños. Nada existía salvo en su imaginación. Entendió que él mismo era parte de su propio sueño. Intentó despertar pero fue en vano.

Pedro Pujante


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