El gusto comienza siendo algo natural y espontáneo. La naturalidad del gusto, consustancial a las funciones de los seres animados, ha sido decisiva, para rescatar, o recluir en lo apartado, determinadas acciones biológicas. Pero el buen gusto, exclusivo de la humanidad, se manifestó más pronto de lo que hasta hace poco se creía. Con él comenzó a distinguirse la útil herramienta de la inútil obra de arte. Aunque lo bello en lo útil no fuera todavía la belleza, desde su origen produjo deleites espirituales íntimos que se integraron en la riqueza de los placeres naturales. La utilidad asistió al nacimiento de la belleza artística.
Las reglas de urbanidad reprimen la naturalidad, en aras de convenciones sociales de las que no puede derivar la personalidad del gusto. Pues la formación del buen gusto personal tiene necesidad de un recorrido de ida y vuelta a la naturaleza. Comienza cuando la juventud exagera, para hacerlos más patentes o cercanos, los fuertes atractivos que encuentra en aspectos de la naturaleza, física o social, que de improviso le pasman por su grandeza o le tranquilizan por su placidez. Hasta que su repetida contemplación, sin algo original o personal que retenga el entusiasmo, le aburren.
La belleza natural, fuente inagotable de placer, difícilmente llega a retener la primera de las pasiones, la admirativa. El hábito la anestesia, como a la belleza de los objetos útiles. En la madurez se llega al buen gusto procediendo al contrario. Se elimina de la naturaleza, y de la sociedad, todo lo que obstaculiza la producción de aquellas emociones espontáneas que recuerda el corazón de la juventud. Parece el secreto natural de esa sabia ingenuidad que se complace siempre en lo bello.
El decoro de la urbanidad enseña a reprimir la naturalidad en las formas cultivadas de la vida social. Esa educación despierta, en porciones, la sensibilidad estética. Pues la intuición tarda en descubrir el sentimiento único, por irrepetible, de las experiencias vividas con emoción juvenil, que el deseo tiende siempre a reproducir. Por eso no es extraño encontrar rasgos infantiles en las expresiones del gusto, y un resto de inmadurez en las formas sofisticadas del buen gusto.
La inteligencia eleva el rango del gusto instintivo, haciéndolo más afín a otras excelencias culturales. Pero siempre será el instinto natural quien seguirá decidiendo las preferencias. De ahí la trascendencia de aquellas épocas, la primera infancia y la pubertad, donde se fijan las admiraciones culturales y las atracciones instintivas.
Así se ha podido decir con mucha pertinencia que la mitad de nuestras normas estéticas proceden de nuestros primeros tutores y la otra mitad de nuestros primeros amores.
Esas experiencias originales, incluso borradas del recuerdo, marcan los cauces por donde discurrirán, como si fueran nuevas, las inclinaciones al buen gusto. Un asunto de adecuación a la edad del instinto que produce afinidades electivas, y a la cultura del carácter que produce acciones distinguidas.
El atractivo de las bellezas singulares encontradas en la juventud produce, en las primeras contemplaciones del arte, más recreaciones que admiraciones.
El buen gusto es, en definitiva, un asunto que depende de la condición cultural del carácter. Y como los factores culturales mudan con los tiempos, los criterios del gusto pueden adaptarse a esos cambios, si no quedaron prisioneros de una fijación prematura, o se dejan arrastrar por la adición a los patrones de seguridad electiva impuestos por las modas. Precisamente concebidos para la ingente masa adocenada que carece de criterios personales del gusto. Bajo el imperio de las modas, los gustos estéticos dejan de responder a las divergencias de temperamentos naturales y de refinamientos culturales. Y se uniforman por la efectividad de la propaganda de los fabricantes del gusto social.
Los criterios del buen gusto han corrido parejos a los que disciernen la belleza femenina. El igualitarismo sexual de las rebeliones juveniles del 68 arrumbó, en el arcaísmo, las bellezas que alumbraron el nacimiento del cine y los modelos de beldad femenina. La venustidad había causado más desigualdad que la producida por la clase social o la sabiduría.
Esa injusticia natural se quiso corregir con la justicia social de igualar el atractivo entre los sexos. Los gustos se uniformaron. La minifalda hacía deseables por igual a las jóvenes. Y prosperó el falso tópico, circunscrito antes en los ámbitos sociales de la intelectualidad, de que inteligencia y belleza están divorciadas.. Tópico que quiso ser brillante con el exabrupto de Wilde: “ la inteligencia destruye fatalmente la armonía de un rostro”. Las bellezas del cine destruyeron esa falsa creencia.
Las grandes estrellas femeninas y masculinas mostraban a millones de espectadores una madurez reflexiva o una virginidad intuitiva, raras de ver en los campus universitarios, donde los jóvenes creían estar derogando la aristocracia estética con la democratización de inteligencias y concupiscencias.
Lo mismo sucedió con la belleza artística que rebajó el nivel de exigencia estética. La modernidad se hizo más efectista que causante de placer. Igualó el talento en todas las manifestaciones del arte, como si no hubiera jerarquía en los valores estéticos. Y olvidó que todas las valoraciones de lo artístico son tributarias de los tipos de belleza inteligente o emocionante, creados por obras inmortales en la historia del arte.
Pese a la inteligencia suprema atribuida a lo natural, cuya evolución está dictada por el fracaso de sus continuados errores, la lucidez mental no está presente en la belleza de un felino, una flor o una montaña. Mientras que no hay obra de arte genial que deje de transmitir inteligencia universal en la expresión de su belleza particular. “Donde la lucidez reina, deviene inútil la escala de valores” (Camus).
La buena literatura alumbra el pensamiento en trance de acceder a la belleza, pero la inteligencia de ésta acaba donde la intelectualidad comienza. El arte de lo bello abre avenidas al conocimiento sentimental del mundo y del alma.
La necesidad de lucidez en la belleza artística no se limita. Como suele creerse, a la literatura y la música. También afecta a esas artes plásticas, como la escultura, el dibujo y la pintura, que parecen responder a emociones simples, cuando en realidad sus bellezas emanan de los mismos procesos mentales que crearon la Novena Sinfonía o Fausto.
La inteligencia de la belleza artística produce invenciones en el oficio, y se aprecia en sus frutos emotivos. La aplicación de reglas técnicas causa mayor claridad en las expresiones. El filtro crítico de las intuiciones crea exquisita distinción en las inspiraciones. Y la eliminación de las huellas del trabajo otorga sencillez a las terminaciones.
Para justificar la legitimidad democrática de la igualación de la belleza humana, y el derecho individual o colectivo al mal gusto, se propaga la falsa vulgaridad de que el gusto es una cosa personal, tan libre y respetable como la elección de colores o el miedo. Pero la sensibilidad solo puede igualarse rebajándola; el color ensombreciéndolo; y el temor, aumentándolo. El daño causado por la demagogia de la igualdad en la jerarquía de los valores estéticos, y en la libertad de elección, no cuenta.
En las sociedades de consumo y consenso hay menos libertad de gusto que de palabra. Y cuesta menos librarse del miedo a la libertad de pensar, que del honor a diferir de los gustos comunes.
La influencia del arte en la educación de los pueblos, desmiente la aristocrática opinión de que la gente común no tiene capacidad para sentir emoción ante la belleza simpar. Toda persona normal, si educa su gusto, aprecia lo genuinamente bello. Y, si esa educación no reprime la sinceridad de sus sentimientos, puede extasiarse, incluso, ante la contemplación de una belleza inalcanzable. La mística experimenta ese tipo de gozo.
Aunque los criterios estéticos no son los del buen gusto, sin embargo, los incluyen. Lo bello es irreconciliable con el mal gusto, aunque el modernismo haya derogado esa constante.
Causas políticas y económicas producen la uniformidad del gusto. La gran masa impone la zafiedad como negocio de la moda. El refinamiento se recluye en lo íntimo o desapercibido. Y, cuando, por azar, se descubre, el gusto común lo toma por manifestación de modales propios de una clase social sofisticada y de una época superada. Pero no siempre fue así.
El buen gusto de unos pocos cambió a veces el mal gusto popular. Los genios del arte educaron la sensibilidad de patricios y plebeyos. Pues el gusto es “el buen sentido del genio” (Chateaubriand). La influencia del arte en la educación estética de los pueblos, desmiente la opinión elitista, sobre mayorías imposibilitadas de emocionarse con lo bello y minorías sensibles a la belleza.
La sensibilidad común continúa reconociendo la belleza natural. Pero siempre ha necesitado de una mediación para descubrir la belleza artística. Esa función mediadora, antes realizada por las clases aristocráticas, la desempeñan hoy los medio de comunicación social.
Para saber de qué se trata en realidad cuando hablamos con rigor de belleza artística, no se debe poner la esperanza en el disfrute de lo bello en lo que tienen de esperado los aspectos normales de la vida humana. Lo habitual no es el rincón donde se vislumbra la belleza.
La democratización estética no puede consistir en considerar bello todo lo común a la humanidad, como la demagogia modernista propone respecto de los actos de habla o de sexo, que no tienen nada de asombrosos, a no ser que los acompañe algo tan excelso como el arte de la elocuencia, el más raro, o del amor, no tan común como se cree.
El asombro ante lo raro y lo extraño, que nos llama la atención porque no estamos habituados a verlo, o porque lo veíamos antes de otra manera, nos mete de improviso en un estado interior de emotiva expectación, una especie de antesala de curiosidad de la pasión admirativa, que da paso a salones de muy distinto espacio para las emociones del gusto. Allí se puede encontrar desde el disfrute de lo bello o lo sublime, hasta el placer morboso ante la exhibición desconsiderada del gusto por el horror, lo feo o lo trivial.
La corriente igualitaria del gusto se desliza cuesta abajo hacia las anchas praderas donde pastan las emociones de las muchedumbres. El pueblo olvida allí que en lugar de placer, tiene aturdimiento. Y, como le sucede a los poderosos, todo lo suyo lo encuentra bello. Vive tan alejado de las antiguas formas de la belleza, que ha tomado por costumbre admirar y someterse a lo que menos comprende. Pues “todo lo desconocido para por lo magnífico” (Tácito).
Si tiene algún rasgo de brillo o ruido, lo moderno subyuga a las masas juveniles. El silencio y la serenidad las abruman o deprimen. Y la producción en serie ha hecho perder a los contempladores de arte su primitiva sensibilidad de artesanos. Aprecian lo que no entienden. Se refocilan con la vulgaridad de los gustos impuestos por el negocio de las modas de consumo. A las que admiran porque están a su alcance. La belleza femenina simpar sufre, en épocas decadentes del gusto, el mismo tipo de temor o desventura que la inteligencia masculina incomparable.
La corriente elitista del gusto por lo abstracto solo arrastra, pese a la propaganda persistente de los medios de comunicación, al mundo de los artistas, críticos y marchantes. Ahí reina el secreto de la belleza que solo ellos pueden comprender. Y, como ocurre con los especialistas, se entusiasman con toda novedosa rareza que aumente un íntimo sentimiento de superioridad mental. Buscan una fama especial. La que Baudelaire identificó con la gloria de no ser comprendidos.
A pesar de todo, siempre queda la puerta entreabierta para quienes, impulsados por su asombro inquietante, pasan pronto a la admiración de la obra, y al sentimiento emocionante que la belleza despierta cuando se la encuentra sin esperarla.
Pero el arte modernitario se detiene ante las puertas de lo bello. Y no por temor reverencial a lo clásico. El artista avanzado no las abre para no parecer antiguo o convencional. Como si fuera una rama de los saberes técnicos, la estética del modernitarismo ha pasado a ser cuestión de especialistas.
Durante más de diez siglos, la civilización cristiana no toleró otra belleza que la expresada con piedras colocadas o talladas sobre piedras. Así, levantó catedrales y las adornó con tumbas. La belleza del cuerpo humano, sobre todo, sobre todo el de las mujeres, eran asuntos del diablo y la hechicería.
La rebelión renacentista contra el icono gótico trajo consigo un tipo de belleza descriptiva o emotiva, distinto del clásico, que a través de diferentes escuelas o estilos, constituyó el ideal de la creación artística durante quinientos años. Ya se ha olvidado que la cultura occidental, en sus épocas de esplendor, ha admirado la belleza humana y artística la mitad del tiempo que dedicó, durante un milenio metafísico, a cultivar la fealdad. Un nuevo siglo de repudio de lo bello no debe ser por ella causa de extrañeza. La cultura de la belleza no se conquista de una vez para siempre.
Al expandirse la conciencia de clase, y buscarse la gloria en el Estado, sucedió que las geometrías cúbicas de los ideales totalitarios, la fascinación por los ingenios industriales, la libre fantasía de los sueños y las máscaras primitivas se propusieron como alternativa del arte a los modelos aristocráticos o burgueses de la belleza.
La nueva mentalidad artística, liberada de sus tradicionales acomodos a las fuentes de la razón y a los gustos educados, miró al mundo de las personas y las cosas con las chatas nivelaciones de la mediocridad. Buscando la originalidad por mor de la originalidad, y rompiendo tradiciones estéticas, sin justificarse en razones éticas, la razón del arte contemporáneo se refugió en la abstracción amoral y el experimento alógico.