Haneke vuelve a meternos el dedo en el ojo
Nota: 8'5
Lo mejor: Da que pensar y es valiente.
Lo peor: Como todas las películas de Haneke, tiene una narración lenta hecha a medida para provocar angustia.
Respira
hondo y prepárate porque Haneke lo ha vuelto a hacer. Amour se apodera de ti desde el primer minuto y no te suelta hasta
el final. Unos pocos minutos le bastan a Haneke para familiarizar al espectador
con el apartamento en el que va a pasar las siguientes dos horas. Recorrido que,
si uno ya conoce al director, realiza con cierta aprensión, y culmina con la serenidad
que desprende la visión de un flashforward revelador. El último filme del
director austriaco nos presenta a Anne (Emmanuelle
Riva) y George (Jean-Louis Trintignant),
dos octogenarios profesores de música ya jubilados, y su hija ya adulta (Isabelle Huppert). Su tranquila rutina
sufre un vuelco cuando a Anne le diagnostican una enfermedad degenerativa.
En
Benny’s video (1992) era un regalo
inocente, en Caché (2005) fue la
llegada de unas cintas de video algo inquietantes, en Funny Games (2007) dos jóvenes educados pidiendo huevos. Es
frecuente encontrar en el cine de Haneke
un elemento extraño que altera la normalidad desencadenando el conflicto, a
menudo, irreversible o con consecuencias extremas. Así, en el caso de Amour es una mirada perdida la que perturba
la cotidianeidad de una pareja de ancianos. Esta primera señal se da a través
de un ejercicio de estilo que pone a prueba tanto el talento interpretativo de
los dos protagonistas como el pulso del director austriaco. La expresión vacía de
Emmanuelle Riva inmortalizada en el póster de la película consigue ser una de
las escenas más aterradoras de todo el metraje. Un primer plano con su mirada
desenfocada y desconectada de la realidad, y un contraplano con un Jean-Louis
Trintignant escrutador, devolviéndole una mirada de perplejidad, de quien no se
espera la tormenta que se avecina.
Haneke filma la muerte. Sin prisas. Y sin
aspavientos. Se revela en plena forma: despliega una vez más su capacidad para
atrapar y hacer daño al espectador, para tenerlo comiendo de su mano, y atento
a cada golpe de varita. Con una naturalidad que aturde y abruma, demostrando
que no son necesarios los efectismos para construir una historia devastadora.
No hay ni un asomo de manipulación para activar la glándula lagrimal del
espectador. No recurre a la trampa para ablandar, lo cual es de agradecer
(estamos hasta el gorro de tragedias amables sobre tetrapléjicos). Los ejes
temáticos que vertebran el esqueleto de su cine (violencia, incomunicación,
desesperanza, pesimismo) vuelven a manifestarse en Amour, acompañados de
música clásica y grandes interpretaciones.
Amour es la dedicación de un hombre que
cuida a su esposa. Es ternura. Entereza. Es cumplir una promesa hasta el final.
Es encargarse de tu compañero, de la persona que te lleva acompañando toda la
vida. Es debatirse entre el deseo de seguir cuidándola y la culpabilidad de
querer evitarle un sufrimiento innecesario. Es una enfermedad degenerativa. Es
el paso inexorable del tiempo y la humillación que conlleva. Es una tristeza insoportable.
Que nadie se engañe, Haneke no ha desvelado su lado tierno y compasivo con Amour.
Pues resulta tan despiadada y áspera de digerir como cualquier otro de sus
títulos. El austriaco planta la cámara impasible ante el desfile de dolor,
tristeza y humillación al que gustoso se dedica a someternos una vez más.
En
Amour, una historia de la infancia sirve de
preludio para un clímax tan inesperado como triste. Haneke construye un retrato intenso y duro sobre la vejez
posicionándose sin miedo en el debate de la eutanasia. Y se merece una ovación:
por atreverse con una historia de ancianos. Por filmar la muerte sin recurrir a
efectismos. Por no manipular emocionalmente al espectador ni caer en
sentimentalismos más falsos que un duro de chocolate. Por rodar una obra
maestra.