La filosofía moral no es una disciplina de moda. En su repudio y mofa coincide el izquierdismo, dedicado a la mejora de lo instituido, el mundo académico que, cansinamente, ofrece una caricatura de aquélla, los campeones mediáticos de la sociedad de consumo y el pútrido universo del «arte contemporáneo» y del entretenimiento dirigido. Pero la transformación revolucionaria del actual orden y del ahora existente ser humano -si es que aún se puede usar tal calificativo- demanda recuperar y, sobre todo, reformular y recrear el saber, basado en la experiencia, sobre el qué y el por qué de los comportamientos colectivos e individuales que alcanzan, o deberían alcanzar, la categoría de hábitos, de normas, dado que tal es la moral. Como se ha dicho, la sociedad actual exhibe orgullosa su amoralidad, especialmente los segmentos bien adoctrinados en la ideología del progresismo, hoy la neo-religión mayoritaria, y en la de la modernidad más desenfadada. Todo ello, lejos de ser positivo como creen algunos, muestra el grado de desintegración que ha alcanzado ya la convivencia y la sociabilidad, el nivel asombroso de degradación, psíquica y física, que padece el individuo y, sobre todo, hasta qué punto, nunca antes alcanzado, el Estado maneja omnímodamente la actual formación social pues, como apunta Kant, entre lo ético y lo jurídico, esto es, lo estatal, existe una relación inversamente proporcional.
Tal verdad primera nos sitúa ya dentro de la materia a considerar. En efecto, es el Estado el que promueve, con singular rotundidad y pertinacia, la ideología de la moralidad y, dentro de ella, las categorías de felicidad, pública y privada, así como de hedonismo sensualista, agregados a aquélla siempre. En particular, la concepción de bienestar, que es el sinónimo político y económico de felicidad hoy en curso, se manifiesta en el mismo enunciado de Estado de bienestar, orden social en que el ente estatal realiza la felicidad-bienestar de todos, lo que convierte a ésta en una imposición, en tanto que ideología del Estado contemporáneo y mandato constitucional. La revolución liberal, como gran salto adelante del poder efectivo del Estado, a costa de la autonomía y libertad de las clases populares, sitúa al concepto de felicidad en el centro de su programa. El documento fundacional del vigente orden político en el plano mundial, la «Declaración de Independencia» de EEUU, de 1776, establece que «la busca de la felicidad» es, al mismo tiempo, un derecho de todos garantizado por el artefacto estatal, el impulso primario fundamental en el ser humano, por tanto, una forzosidad de naturaleza cuasi-biológica, y la meta o finalidad primordial del gobierno establecido con el «consentimiento de los gobernados», es decir, del régimen contemporáneo de dictadura política. La constitución española de 1812, la primera de todas ellas y, por tanto, el modelo de la vigente constitución de 1978, en su art. 13, recoge tal formulación, con una rotundidad a agradecer, «el objeto del Gobierno (constitucional) es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen», pintoresco enunciado en el que los dominadores toman a su cargo realizar la felicidad, el bienestar, de los dominados. Así mismo, la tan mitificada, por el mundo académico y por el radicalismo prosistema, «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano» de la revolución francesa, proclama que su objetivo es realizar «la felicidad de todos».
Incluso Saint Just, el lugarteniente y verdugo de Robespierre, se congratula porque, según él, «la felicidad es una idea nueva en Europa», juicio no sólo desvergonzado, dada la singular naturaleza de sus actividades, sino además desacertado, pues el tomismo, en tanto que ideología oficial de la iglesia católica desde el siglo XIV, negando al cristianismo y siguiendo a Aristóteles, el eudemonista por excelencia, establece que la felicidad, primera en esta vida y, tras la muerte, en el extramundo, debe ser la meta cardinal del ser humano.
Que tan fundamentales, por fundacionales, documentos jurídico-políticos impongan la felicidad como axial cosmovisión e ideario es, en primer lugar, un atentado a la libertad más fundamental de todas, la libertad de conciencia, dado que hace obligatoria una concepción determinada de la existencia, sin permitir la concurrencia en igualdad de condiciones de otras varias, alternativas y discrepantes. Por ejemplo, al afirmar con tanta asertividad la categoría felicista la noción de verdad resulta desplazada y marginada, lo que otorga la razón a X.
Zubiri cuando en «El hombre y la verdad» expone que lo propio de la contemporaneidad es desdeñar la verdad, para vivir en el error, la mentira y la alucinación inducida. No puede dudarse, tras lo expuesto, que el eudemonismo autoritario y, por tanto, el placerismo obligatorio, son criterios organizadores de la modernidad.
La concreción de la noción de felicidad es diferente para las minorías poderhabientes y para la gran mayoría despojada del poder de decidir. La vida feliz, en el primer caso, se logra acumulando el máximo de potestad de mandar, en la forma de poder político (en el ente estatal), económico (riqueza, en la forma de capital), intelectual, mediático y estético, por citar sus expresiones más relevantes.
Para la masa la felicidad forzosa es la propia del productor-consumidor que cae y cae por el despeñadero de la deshumanización al correr tras el espejismo de los placeres cotidianos. Toda nuestra sociedad está asentada sobre la afirmación de Bentham acerca de que “a cada porción de riquezas corresponde una porción de felicidad”, sin que ello lleve a olvidar lo propuesto por Platón, Hobbes, James Mill, Stirner o Nietzsche sobre que la forma superior de vida deliciosa es el dominio político y civil de los otros, tanto más intenso y gratificante cuanto mayor sea la sujeción a que se les someta. La categoría de felicidad es fértil en otras concreciones más existenciales, también míseras y vilificantes. Una es la aspiración a la extinción total del dolor, quimera que hace del sujeto un ser pusilánime y dócil, sometido por el pavor hacia quien hoy posee la capacidad máxima de infligir sufrimiento, el Estado. Otra consiste en el afán de llevar una existencia cómoda y poltrona, holgazana y sin esfuerzo, supuestamente gracias a la tecnología, de donde resultan las diversas utopías científico-técnicas, a cual más inquietante. Una tercera concibe la vida humana como nada mas que una acumulación, en el ego, de experiencias placenteras, lo que conforma el sujeto sensual de la modernidad, ente subhumano incapaz de pensar, de decidir, de convivir y de luchar, pues el reduccionismo a lo sensorial tiende a extinguir en él las facultades y capacidades superiores, o humanas.
Asímismo, de la noción de dicha a toda costa resulta la aspiración, específicamente epicúrea, a poner fin a cualquier inquietud, tensión y desarmonía, lo que hace imposible la vida como esfuerzo por metas trascendentes, que, en bastantes ocasiones, sólo son pensables y realizables, queramos o no, a través del desasosiego, la entrega de sí, la dedicación constante y el dolor. En resumidas cuentas, si J.S Mill expuso que es «mejor (ser) un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho», hoy a las multitudes se las alecciona para que escojan una vida sin libertad, sin conciencia, sin dignidad, sin convivencia, sin verdad, pretendidamente abundosa en goces sensoriales, una vida de cerdos, en suma.
Se presenta, a menudo, a la derecha y a la reacción explícita como adversarias de la dicha y el bienestar, como ordenadoras de una vida asentada en el sufrimiento, mientras se afirma que la izquierda y el progresismo se proponen liberar al ser humano de la infelicidad, constituyendo un orden social delicioso, en el que la existencia humana realice su pretendidamente innata aspiración a la felicidad. Empero, la filosofía de la felicidad, o eudemonismo, es común a todas las formas de pensamiento institucional, dominando siempre el discurso del poder, salvo en algunas épocas, las relacionadas con la guerra, en que se deja paso a ciertas expresiones de ideología estoica, si bien éstas no excluye la fe felicista, sólo la reformulan en dichas condiciones. La izquierda, al ser hoy la expresión más perfecta de los intereses fundamentales del capital y del Estado, usa sin rubor la retórica eudemonista y placerista para atar con más fuerza aún a las masas a los proyectos estratégicos de reafirmación y expansión de uno y otro, tarea en la que también desempeña una función decisiva la intelectualidad, la pedantocracia y estetocracia.
Por lo demás, las más rancias expresiones del pensamiento español contemporáneo sitúan también la categoría de felicidad en el centro de su sistema de ideas. Una muestra de ello es Julián Marías, discípulo del liberalfascista Ortega, que en su libro «La felicidad humana», elabora aquella noción de tal modo que contradiga y niegue la verdad, la libertad y la sociabilidad, lo que es el meollo de todo el pensamiento eudemonista, el cual, al formar parte de lo nuclear del vigente sistema está por encima de las inesenciales divisiones en derecha e izquierda.
La noción del placer como «bien supremo» se encuentra en Aristóteles, pero este, al ser eudemonista, diferencia entre felicidad, en tanto que deseo de una existencia totalmente deliciosa, y cada placer concreto, de manera que, a veces, en beneficio de aquélla se ha de renunciar a alguna voluptuosidad particular, si su disfrute entra en contradicción con el felicismo integral a que se aspira. Ello, en el terreno de la política, que es el que verdaderamente interesa a «el Filósofo», significa que por ejercer más y mejor el superior placer de dominar a veces resulta apropiado el abstenerse de ciertas satisfacciones sensuales, que distraen del ejercicio del mando o debilitan la determinación para oprimir y reprimir, manejar y adoctrinar, a los otros. El simple hedonismo, por el contrario, concibe la felicidad como una mera suma de sensaciones gozosas, en lo cual se manifiesta su naturaleza de producto ideológico para consumo de siervos y neo-siervos, que renuncian a la libertad y hoy, sobre todo, a su condición de seres humanos, sólo por el deseo, quimérico además, de gozar sin límites.
Cierta izquierda, que aún dice creer en «la revolución», sigue aferrada a la cosmovisión eudemonista-hedonista sin advertir la contradicción que hay en ello.
La revolución es una expresión de esfuerzo ciclópeo y de tensión máxima que se aviene mal con el filisteo coleccionismo de voluptuosidades, con la epicúrea aspiración a la tranquilidad del ánimo y con la ramplona ansia cotidiana de felicidad. Por ello toda la izquierda felicista o bien convierte la categoría de revolución en un universal abstracto sólo bueno para discursear y embaucar, o bien transforma a sus seguidores en sujetos tan degradados por el placerismo que no valen para nada elevado y sublime, en primer lugar para la revolución. Claro que si se espera que “las leyes de la historia”, en un actuar providente que hace de ellas el nuevo nombre de Dios, nos regalen graciosamente el fin del capitalismo, la desintegración del Estado y la constitución de una sociedad de maravillas y perfecciones sin cuento, entonces sí, entonces se puede ser a la vez revolucionario y hedonista. Pero quienes, más sobriamente, creemos que la revolución, o la hacemos nosotros, los que nos adherimos a ella en tanto que proyecto reflexionado y pasión magnánima, o se queda irrealizada por toda la eternidad, hemos de repudiar razonadamente el eudemonismo y el hedonismo, para situarnos en un ordenamiento psíquico superador del apetito de felicidad tanto como de toda morbosa apetencia de infelicidad sin sentido, al cual se puede denominar criterio de afelicidad, como indiferencia por la dicha y la desdicha en beneficio de las metas trascendentes y magnánimas que nos hemos marcado. Ello, en el terreno de la filosofía, equivale a convertir la cuestión de la felicidad e infelicidad, tanto como los contenidos de los credos disfrutadores y concupiscentes, en un pseudo-problema del que hay que liberarse cuanto antes, para centrarse en asuntos más enjundiosos y determinantes.
Especial atención refutatoria merece la filosofía de Epicuro, con su lema «el placer es la única finalidad», aunque en un segundo momento, por pánico cerval al dolor, renuncia no sólo a la experiencia del goce sino al deseo mismo de vivir con decoro y autorrespeto, e incluso de vivir a secas. El epicureismo, hoy muy activo, contamina una buena parte de la crítica a la sociedad contemporánea con su deseo de tranquilidad egoísta a toda costa, con su ciego afán de constituir un«jardín» privado en el que sobrevivir a los males y sinsabores del mundo, sin poner fin al vigente orden y sin ni tal sólo proponérselo. En efecto, una parte mayoritaria del radicalismo de los últimos 40 años, como idea y como experiencia, es mero epicureismo lanzado a edificar espacios de supervivencia, desde una ideología de la mediocridad existencial, la cobardía intelectual, la desgana vital y el conformismo político, todo ello adobado, cómo no, con una masa enorme de verborrea y gesticulación encubridoras.
Atreverse a desafiar lo existente, no para lograr vivir mejor en sus intersticios sino para destruirlo planeadamente, demanda una grandeza de ánimo que el neo-epicureismo hoy en boga, aterrado ante la posibilidad de padecer y penar, no puede tener. Una resultante de todo ello, de las más penosas, es la masa de seres ínfimos, de sujetos sin grandeza ni calidad, que se agitan por los ambientes izquierdistas, reivindicativos y alternativos. Por tanto, la experiencia de los últimos decenios muestra que sólo desde una cosmovisión del esfuerzo es posible, al mismo tiempo, abordar la acción transformadora del orden vigente con coherencia, constituirse a sí mismo como sujeto con la elevación y dignidad que son propias de un ser humano y liberarse de los sofismas y pseudo problemas de la pésima filosofía eudemonista y hedonista, que nos impone «la busca de la felicidad» como mandato constitucional, estatal.
Pasemos ahora a examinar, con la concisión que el lugar y momento requieren, un ejemplo de filosofía del esfuerzo, de dedicación a las grandes metas trascendentes y de indiferentismo ante placeres y dolores. El poema de León Felipe, «la insignia», de 1937, empieza reivindicando «la Historia grande» y «los huracanes incontrolables» como ámbitos de existencia de los seres humanos en tanto que tales, en contra de la mediocridad y el cotidianismo felicista, para pasar a proclamar que ésta, la nuestra, «es la época de los héroes./De los héroes contra los raposos.», exhortar al «esfuerzo del heroísmo colectivo» y sentar una proposición de colosal significación cognoscitiva y ética, que «la vida no es ni ha sido nunca / una cuestión de felicidad, / sino una cuestión de heroísmo». Con ello el fundamento de la mejor filosofía moral queda establecido. Remacha su proposición con esta hermosa aserción, «no buscamos la felicidad», añadiendo visionariamente que después de la revolución «no seremos felices tampoco./ No hay posadas de felicidad/ ni de descanso», pues la existencia humana es avanzar «siempre por un camino heroico» en el que no hay puntos de llegada, de manera que la meta decisiva es el esfuerzo, que, sin dejar de ser medio, se eleva al mismo tiempo a fin y
propósito. El poeta demuele así la muy burguesa cosmovisión fruidora que muchos se empeñan aún, en la apoteosis de la sociedad de consumo (que hace del placer el primer deber «cívico» del sujeto hiper-sometido e hiper-degradado de la última modernidad), en presentar como “subversiva” y «anti-sistema», aserciones que ya sólo pueden ser contestadas con el sano ejercicio de la risa. No conviene, empero, reducirse a un enfoque politicista, por correcto y oportuno que sea, del significado del eudemonismo y hedonismo, pues la cosmovisión del esfuerzo y del servicio es buena y verdadera en sí y por sí, y no únicamente porque sea un útil medio para la acción revolucionaria. Ello equivale a sostener que además de un medio es un fin, deseable por su valía intrínseca. A la pregunta capital de la filosofía moral, ¿cómo debemos vivir?, se ha de contestar no desde tales o cuales sistemas dogmáticos, teóricos o doctrinarios, sino desde la experiencia reflexionada. Dado que la imposición absoluta a las masas del par felicismo-placerismo se realizó en Occidente en los años 60 del siglo XX ha transcurrido tiempo suficiente para realizar un juicio sobre su naturaleza a partir de sus efectos. Por tanto, ¿qué es lo observable respecto a la evolución de la naturaleza concreta del individuo medio y del cuerpo social en los últimos 50 años?, ¿ha mejorado o ha empeorado?.
Lo que se percibe es que el vehemente énfasis puesto en el goce está constituyendo individuos cada vez más débiles y vulnerables, que se desploman con creciente facilidad antes las dificultades de la existencia, que poseen cada vez menos autonomía psíquica y padecen una mengua constante de sus capacidades espirituales. La depresión, como disfunción y padecimiento, como forma grave de infelicidad, está en rápido ascenso. Una de sus causas principales es el hedonismo obligatorio, pues éste significa egotismo, el egotismo es soledad y la soledad acarrea un fuerte sufrimiento anímico, pues el ser humano es, por naturaleza, sociable y afectivo, estando dotado de la necesidad de querer y ser querido, de vivir en colectividad y realizarse en lo comunitario, con abandono de la cárcel del yo en que ahora le tienen encerrado, y se ha dejado encerrar. Tal estado de cosas lleva a la comercialización de la vida anímica a gran escala, a cargo de los novísimos manipuladores de la conciencia y aniquiladores de la libertad espiritual, los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Éstos realizan la expropiación de la vida interior del individuo, que ya es cada vez menos suya y cada día más de tales mercaderes de palabras, que invocan siempre la felicidad y la dicha como supuesto propósito de sus rentables intervenciones.
Dado que el placerismo sólo considera, para el caso de la plebe, las facultades sensoriales, todas las demás capacidades naturales del ser humano terminan atrofiándose por falta de uso, reflexión que coincide exactamente con lo observable. Declina la inteligencia, se extingue la afectividad, resulta nulificada la voluntad, nada queda de la sociabilidad. Esto convierte al individuo en un ser sin sustantividad ni mismidad que es construido desde fuera por quienes tiene poder para hacerlo, las elites mandantes, en particular las vinculadas a los medios de adoctrinamiento de masas estatales y empresariales, el sistema universitario y escolar en primer lugar. El sujeto que se siente desposeído de todo, que se halla a sí mismo torpe, solitario, agobiado, infeliz, sin voluntad, vulnerable e ininteligente tiende a centrarse más y más en el dinero para adquirir pretendidos remedios a sus males, de manera que monetiza su existencia hasta el máximo, al mismo tiempo que ya todo lo espera de la intervención institucional, de donde resulta la mentalidad contemporánea, deseosa de recibir siempre y no dar jamás, lo que genera una atrofia aún mayor de las capacidades. Así mismo está siendo devastado la persona en tanto que realidad biológica, a través del sedentarismo, la mala alimentación, la obesidad, la medicalización, la holgazanería, el consumo compulsivo de mercancías de placer (alcohol y drogas), el confinamiento en las grandes megalópolis y el crecimiento de las enfermedades crónicas. De la suma de tales factores se desprende que el individuo medio conoce en el presente un grado de inespiritualidad notable y en ascenso, al mismo tiempo que está en acelerado declive en tanto que ente biológico. En lo que resulta perfecto es como sujeto hiper-dócil, que obedece siempre al poder constituido, el cual no sólo hace en cualquier circunstancia lo que le ordenan desde arriba sino que también piensa, desea y siente lo que la autoridad determina en cada coyuntura que piense, desee y sienta. Asistimos, pues, a la apoteosis del «homo docilis».
Tales son los efectos comprobables de la amoralidad sensualista y felicista, a los cuatro decenios de la «revolución hedonista» realizada desde las instituciones en los años 60 de la pasada centuria, si bien hay otras causas de los males expuestos, varias de similar importancia a la considerada. En puridad, estamos ante la culminación de la destrucción de la esencia concreta humana, meta primordial del Estado liberal desde sus orígenes. El antídoto inmediato parece ser la recuperación creadora de la filosofía moral, como disciplina subversora de lo existente, entre otras medidas de variada naturaleza.
Rodrigo Mora