La obra de Shakespeare siempre ha sido un apetitoso caramelo para determinados cineastas estrechamente vinculados a la producción del bardo de Stratford. Dos de ellos, británicos como el literato, debutaron en la dirección adaptando el mismo drama: Enrique V. Curiosamente ni Laurence Olivier ni Kenneth Branagh llevaron nunca a la gran pantalla la pieza que nos ocupa, a pesar de ser una de las más versionadas del catálogo de su autor. Quienes más gloria han reportado a Macbeth han venido de tierras lejanas. La más brillante traslación la realizó el japonés Akira Kurosawa con su Trono de sangre, sin desmerecer a los trabajos del estadounidense Orson Welles o del polaco Roman Polanski.
En esta ocasión el realizador procede directamente de las antípodas. El australiano Justin Kurzel se encarga de narrar las andanzas de Macbeth, barón de Glamis, al que las Hermanas Fatídicas, unas brujas agoreras, le profetizan que un día se convertirá en rey de Escocia. Consumido por la ambición e incitado por su esposa asesina al monarca para hacerse con su trono.
El filme comienza con un brío tremendo, de forma muy cinematográfica, con una fotografía (lo mejor que ofrece) que hace palpable el aire debido a la densidad que transmite. Las brumas, las sombras, las luces. Los planos enrojecidos, amarillentos, anaranjados. El uso de la cámara lenta que acrecienta la brutalidad de las imágenes. El brillante juego de contrastes entre el fragor ensordecedor de la batalla y un silencio aterrador acentuado por las ráfagas de viento que ululan amenazantes. Todo muy ambiental y atmosférico, recordando al maravilloso prólogo del Drácula de Coppola.
Para desgracia de los que consideramos al cine una disciplina que debe trascender el origen del texto adaptado potenciándolo audiovisualmente con sus propias herramientas, ese brillante arranque se evapora diluyéndose en una teatralidad que hace que su fuerza decaiga. Constatamos que lo que podría haber sido una obra maestra se va a quedar en un trabajo interesante azuzado por una resurrección final que emparenta con la potente obertura.
Marion Cotillard, aún sin emplearse a fondo, compone una Lady Macbeth pérfida y astuta. Michael Fassbender, magnético y omnipresente, causa y efecto de los vaivenes rítmicos de la película, presenta un Macbeth más intenso de inicio que se va dispersando con el transcurrir de la trama. Recuerda en sus desvaríos al Ricardo Corazón de León avejentado y deprimido de Richard Harris en Robin y Marian. Los muy convincentes Paddy Considine y Sean Harris nos han sorprendido agradablemente impresionándonos más incluso que los cabezas de cartel.
A pesar de las irregularidades, la exhibición de poderío visual de Kurzel resulta incontestable en una adaptación que transmite la esencia de un texto primigenio que bebe en las fuentes de la tragedia griega. Macbeth habla de un destino profetizado, de las debilidades humanas, de la codicia, de la ambición y cómo todo se conjura para fraguar el cruel y fatal porvenir del protagonista. Es el vivo retrato, la imagen que el espejo de Edipo Rey proyecta cuando Shakespeare se coloca frente a él.
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Macbeth
Dirección: Justin Kurzel
Guión: Jacob Koskov, Michael Lesslie y Todd Louiso, basado en la obra de William Shakespeare
Intépretes: Michael Fassbender, Marion Cotillard, Paddy Considine
Fotografía: Adam Arkapaw
Música: Jed Kurzel
Duración: 113 min.
Reino Unido, Francia, Estados Unidos, 2015