Un frustrado escritor americano (Kevin Kline) cuya relación con su padre ha sido más bien tirante durante toda su vida, acaba de heredar un suntuoso apartamento en París. Pronto se dará cuenta de que las cosas no son exactamente así. Lo que ha recibido como última voluntad de su progenitor es un “viager”: un piso comprado por una pequeña cantidad cuyo pago se completa abonando una renta mensual al propietario que seguirá viviendo en el mismo hasta su fallecimiento, momento en que el inmueble pasará definitivamente a ser propiedad del comprador; el precio final dependerá de la longevidad del vendedor. Con lo que, en la práctica, lo que a día de hoy posee este hombre no es sino una deuda con las inquilinas de la casa, la nonagenaria dueña (Maggie Smith) y su hija (Kristin Scott Thomas), que no parecen dispuestas a renunciar a sus derechos. Teniendo en cuenta que ha invertido sus últimos ahorros en el billete que le llevó a París, cual pasaporte para enterrar un deprimente pasado y comenzar de cero, el panorama que se le presenta no resulta nada halagüeño.
El dramaturgo Israel Horovitz en su primer trabajo para el cine adapta su propia obra de teatro, un texto que reflexiona sobre temas universales como el hecho de ser fiel a uno mismo e intentar ser feliz y que habla del amor a destiempo, de ese que surge en un momento inoportuno pero al que no se puede renunciar porque sin él la vida carecería de sentido. Dedica su ópera prima a dos grandes de la escena como Ionesco y Beckett. Una sentencia de este último encierra el significado de la tormenta de sentimientos encontrados que sobrevuela a sus tres personajes: “si tú no me amas, nadie me amará”.
Es una lástima que una temática tan potente se vea empañada por la impericia de realizador primerizo de Horovitz. No ha sabido darse cuenta de que hay determinados códigos dramáticos que no funcionan del mismo modo al trasladarlos literalmente de las tablas a la pantalla. En el momento en el que estalla el conflicto, momento culminante de la cinta, los diálogos se vuelven excesivamente literarios y los excelentes intérpretes aparecen sobreactuados, declamando de manera afectada, adoleciendo el conjunto de una evidente herencia escénica que un director falto de cintura cinematográfica no ha sabido contrarrestar aportando naturalidad y frescura a esos parlamentos. Podría decirse que el autor cuenta con la coartada de hacer del personaje de Kevin Kline un literato, pero eso no excusa ni justifica lo redicho, esdrújulo y ridículo de determinadas expresiones en su boca, especialmente durante sus delirios de borrachera, momento en el que más salta a la vista la teatralidad de la puesta en escena y el amaneramiento de un, por otro lado, excelente actor.
Más allá del momentáneo naufragio, la intensidad argumental, los duelos interpretativos y un final fluido y agradable hacen de este trabajo un, a pesar de todo, interesante acercamiento a los sentimientos más íntimos tan difíciles de verbalizar en ocasiones.
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Mi casa en París
Dirección: Israel Horovitz
Guión: Israel Horovitz a partir de su propia obra de teatro
Intérpretes: Kevin Kline, Maggie Smith, Kristin Scott Thomas
Música: Mark Orton
Duración: 107 min.
Reino Unido, Francia, Estados Unidos, 2014