No soy yo de festivales. Los motivos, los de siempre: carteles que mezclan grupos que se dan de hostias, pases que terminan cuando la banda aún está en el calentamiento, un público excesivamente… Pues eso, excesivamente festivalero, ya saben ustedes como es la generación de la internet, todos con esas mochilas llenas de bolsillos para los cacharritos. El otro problema, no podía ser de otro modo, es la edad: no está ya el menda como para meterse alegremente diez bandas entre pecho y espalda en un solo día, y una cola de veinte minutos para echar un meo es pedirle demasiado a mi próstata. Nos hacemos viejos, ay, esta es la pura verdad.
Pero lo cierto es que el Turbo Rock se salía de la norma en varios puntos: el cartel era bastante coherente y aseguraba que entre los asistentes no habría mayoría de chavalada, el aforo era razonable, y además apetecía pasar un par de días en la fresca Cantabria: este año he acabado hasta los mismísimos cojones del poco apetito y el puto calor, y nada mejor para comenzar con buen pie el otoño que un cocido montañés humeante y abundantemente regado de tintorro mientras afuera, que se mueran los feos, llueve a cántaros. Pero vamos a lo que interesa.
Pantene Pro-V, yeah!
El viernes, tras tomar mal todas las decisiones que la carretera me propuso, llegué justito para ver el final de los Sex Museum. El festi era en un mercado cubierto, un sitio que no estaba mal de no ser porque el altísmo techado hacía retumbar el sonido de manera infernal. A medida que el festival fue avanzando la ecualización mejoró, pero sería recomendable que, de repetir recinto el año que viene, los organizadores previeran el problema cubriendo el techo con lonas o algo similar. Aunque mis oídos “veían doble” la pelota de ruido que venía del escenario –tardaron unos minutos en dejar de hacerlo– , lo cierto es que los Museum imprimieron a su actuación la intensidad que en ellos es habitual. Durante años he pensado que eran el mejor grupo nacional en directo. Tal vez, cuando tienen la noche, sigan siéndolo. No puedo juzgar su actuación del otro día por falta de datos, pero la entrega, la actitud y el repertorio se dan más que por sentados.
¡Rubiá!
A continuación, ya con un bocata de lomo frito en la panza y el imprescindible carajillo de “Espléndido” en la sangre –eres lo que bebes–, salieron al escenario The Muffs. Los californianos dieron un concierto correcto que sirvió para que la peña comenzara a entonarse, siendo los temas de aquel ya lejano “The Muffs” (1993) los más celebrados. Su power pop post-Nirvana sigue funcionando, y la Kim Shattuck –un respeto, esta tipa estuvo en las Pandoras– sigue berreando como la universitaria en celo que ya no es –el grupo siempre desprendió cierto aroma “college”–. Se acabó lo que se daba y nos fuimos a abrevar mientras esperábamos a que los Hodoo Gurus subieran a las tablas. No sé a qué se debió –puedo imaginármelo–, pero los australianos sonaron bastante mejor. La banda liderada por Dave Faulkner –gran cantante– dio un concierto impecable, contundente, apostando por la parte más dura de su reportorio. No fue, desde luego, lo de la gira de hace un par de años, Brad Shepherd y Mark Kingsmill –¿seguro que el batería era Kingsmill?– parecieron algo cansados. Pero las tres patas de su personalidad, su profesionalidad y la entidad de su cancionero bastaron para sostener un recital al que no se le pueden poner peros. Bueno, sí, tal vez uno: yo, un verdadero enamorado de su lado más pop, eché en falta algún que otro medio tiempo –así es, no tocaron ninguna de “las mías–, pero en cualquier caso a los Gurus sólo se les puede decir lo que el estribillo del que fue uno de sus temas más coreados la otra noche en el Mercado de Sarón: “Come anytiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiime…”.
¡To-re-ro!
La noche avanzaba y para cuando les llegó el turno a los Redd Kross el nene ya estaba calentito. Nunca antes había podido verles y sólo puedo decir que quiero más. Los angelinos estuvieron estupendos, divertidos, entregados. Su hard-pop fastuoso desplegó todas sus propiedades euforizantes, y los tipos demostraron estar en excelente forma, tocando, cantando y chalando ahí arriba como los putos amos –en directo conservan ese punto “y además somos unos freaks fantásticos” que tan irresistibles los hace–.
Tras el excelente colofón, llegó la hora de los pinchas. De la panda de colegas que allí nos habíamos juntado, sólo quedamos un par, disfrutando de los derechos que otorga el solteronazgo. Quien esto escribe decidió ir toda la noche de birras con intención de reservar fuerzas para el día siguiente, decisión sabia donde las haya que se concretó en media docena de copazos de ginebra, si no alguno más. La guinda de la noche debía ponerla, claro, la pertinente churri, pero la flauta no sonó. Las pocas que se me acercaron lo hicieron tomándome por un vil camello de perica o cerdo –¡a mí!–. Cuando por fin, a altas horas que se dice, fui yo quien reunió valor para acercarme a una morena garbosa y de elástico piernamen, mi estado era tal que del culazo me envió cuatro metros más allá, no estoy hablando metafóricamente. El final de la noche es tan triste que da pena contarlo.
–Mira que a tus cuarenta añitos, y acabar la juerga en el retrete, haciéndote fotos de la polla mientras meas…
(Mi amiga Ruth, al día siguiente, repasando en la pantalla de mi cámara las fotos disparadas la noche anterior).
PD: Puedes ver más fotos (no las de mi nabo) en el álbum que colgué en la página que este blog tiene en Facebook. Join us, bro!