Cuando pillé el coche para salir hacia Madrid –vivo a poco más de 100 km.– todo apuntaba al desastre. La jornada había sido nefasta. Me había pasado el día entero como puta por rastrojo, entre obligaciones domésticas y de curro y persecuciones telefónicas a algún que otro hijoputa que me debe pasta –¿a alguien le suena de qué va el rollo?–. Así que a las seis y pico cogí el coche para bajar al Foro, sin haber tenido tiempo de comer nada en todo el día, para colmo hacía una tarde de perros, jarreaba y la carretera estaba de agua que daba pena. ¿A qué coño moverse de casa entonces? ¿Qué o quién podía justificarlo?
El nombre es Steve Wynn. Steve Wynn y la memoria de los cuatro o cinco bolos suyos a los que he podido asistir durante los últimos 15 años. Bolos invariablemente intensos, memorables, noches de auténtico rock and roll cuyo recuerdo radiante me hizo subirme al coche y conducir en total doscientos y pico kilómetros –ida y vuelta– para presenciar el concierto del antiguo líder de los Dream Syndicate y su actual banda, los MIRACLE 3. Los americanos visitaban Madrid para presentar su último álbum, “Northern agression”, disco que por cierto aún no he tenido tiempo –ni dinero– de escuchar. Pero antes del bolo todavía iba a tener que masticar cuerda durante un buen rato. Lo de los accesos por carretera a la capital en un día lluvioso, en fin, es de vergüenza. Tardé casi dos horas y cuarto, una hora más de lo habitual, lo que me hizo llegar al centro sin apenas tiempo para comer algo antes del concierto. Probé primero en un chino de esos de rollito de primavera grasiento, pero me indigné y decidí largarme cuando me sirvieron la “Mahou” caliente –manda cojones tener la birra a la temperatura del orín cuando en la calle hace un frío que pela–. Seguí camino de la sala y poco antes de llegar, en la plaza de Santo Domingo, me metí en la hamburguesería ÓSKAR, un Templo de la Mayonesa decorado con las clásicas fotos retroiluminadas de platos combinados repugnantes. Me jalé a toda prisa la hamburguesa más guarra que tenían, me sentó como un tiro. No me impidió eso pedir el proverbial carajillo, una patada en el estómago. En la calle se respiraba el ambiente casposo y acelerado propio de las fechas, iluminación navideña y tumulto en las aceras incluidos. ¿Pero quién coño me mandaba a mí moverme del pueblo?
Cuando entré en la sala –era mi primera vez en ella– estaba actuando el telonero, un especie de cantautor folk supongo que requetemoderno que me pareció un requetecoñazo. Afortunadamente para mí el tipo estaba terminando su pase; lo poco que escuché me sirvió para comprobar que el sonido de la sala era bueno, y además me gustó el tamaño del local, de los que no necesitan más de 30 o 40 personas –alguna más habría–para alcanzar el ambientillo apropiado. Pedí un whisky y a la hora de pagarlo me di cuenta de que no llevaba ni un duro, joder, pero saliendo en dirección al cajero me encontré con mi colega Pablo, que se empeñó en financiarme el bebercio, los 8 euracos que me pedían por un miserable tercio de tubo de White Label –cuatro cubitos–. Fuimos a la barra, nos sirvieron las copas… Y ya. Por fin. Whisky en mano. Un poco de yerba que había traído Pablo. Steve Wynn y su banda a punto de salir al escenario. Todo en su sitio. A tomar por culo el mundo. Que le den a los impagos, a los atascos, a la lluvia, a la puta realidad…


