Érase un país donde la corrupción salía por la ventana. Resultaba obvio que la primera tarea que tenía que afrontar quien quisiera gobernarlo era desmantelar el entramado criminal que hacía posible este estado de cosas. Y las estafas y despilfarros multimillonarios de los que se pasaba factura a un pueblo exhausto, hambriento y sin trabajo.
Pero no. Los que anunciaron a bombo y platillo que eran la alternativa a la indecencia, eran igual de indecentes. Meterle mano a la gobernanza de aquel país supondría quitarle el pesebre a muchos de su partido, y no estaban dispuestos. Y se aliaron con los del otro lado. Del pesebre.
La Monarquía de aquel país, pasmado de mangantes, estaba pasmada en dólar. Los partidos que lo habían gobernado, los ex presidentes y los ministros, los dirigentes hasta la escala local, unos iluminados que giraban sobre puertas que engrasaban las mafias internacionales.
Una confesión religiosa vivía en el privilegio absoluto. No pagaba impuestos de sus abusivas propiedades y, además, esquilmaban al Estado con una financiación abducida de corte medieval. Inmatricularon-robaron- hasta los retretes de su mucha mierda
La Justicia era una burla. Robar una gallina se pagaba en años de cárcel y robar o evadir miles de millones era una lisonja, que duraba una semana en el candelero crítico. Era el paraíso de la impunidad.
Todos los que tenían poder, robaban. O estafaban. O ambas cosas. Y no pasaba nada. Tenían unos medios de comunicación propios que blanqueaban, adulteraban y manipulaban la realidad. Impunidad elevada al infinito.
¿Y el pueblo? Empotrado, apoltronado, inmóvil. Pasmado también. Toda la infamia de esta realidad pasaba ante sus ojos y se convocaban elecciones tras años y años de atracos, de recortes, de descargar los palos en sus costillas, y volvían a votarlos. A los ladrones.
El moho de las neuronas, la desidia general de pensamiento, palabra y obra hicieron lo que tenían que hacer y el país, sin desodorante, olía a muerto.
Sobre aquella tumba sólo quedaron los rebuznos de los/las bestias. Y el ladrido de los perros. Le llamaban portavoces.
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