Gracias al indispensable blog irlandés-aragonés Innisfree, hemos llegado a este estupendo artículo de Marcos Ordóñez, publicado en el blog de El País Bulevares periféricos que recoge las impresiones de Perico Vidal, ayudande de dirección de David Lean durante el rodaje de La hija de Ryan, su incomprendida pero cautivadora epopeya irlandesa. La aventura no tiene desperdicio.
En marzo de 1969 comenzó el rodaje de La hija de Ryan en la península de Dingle, en County Kerry, frente a la costa atlántica de Irlanda, y duró un año o más. Fui feliz con Susan, fui feliz por mi amistad con Lean y por la confianza que había depositado de nuevo en mí, y fui muy, muy feliz cuando nació Alana, mi hija, en noviembre de aquel año, pero no fue un rodaje feliz para mí. Con una excepción: conocí a Robert Mitchum, uno de los tipos más extraordinarios y maravillosos con los que he tenido la suerte de cruzarme.
Buena parte del equipo nos instalamos en County Kerry, en casas particulares o en los dos únicos hoteles que había entonces, el Skelling y el Mill House. Sarah Miles y Robert Bolt alquilaron una preciosa casa llamada Fermoyle House; Mitchum tenía otra, igualmente espléndida, cuyo nombre no recuerdo.
La gente de Dingle estaba encantadísima con nuestra llegada, porque significaba dinero por primera vez en mucho tiempo, y se desvivieron por nosotros. Roy Walker y Eddie Fowlie, al frente de una brigada de doscientos obreros, levantaron un pueblo imaginario, Kirrary, en una colina de la zona de Dunquin. Me recordó al trabajo de Doctor Zhivago, con la diferencia de que esta vez las tiendas, la iglesia, el pub o la escuela no eran de madera sino de piedra, construidas a la manera de principios del diecinueve. ¿Problemas en el rodaje? Todos los que quieras y veintisiete más de propina. Para empezar, Lean intentó filmar la historia cronológicamente, y el clima irlandés decidió no ajustarse al plan. Luego hubo incontables problemas actorales. Problemas de Lean con Christopher Jones, y de Sarah Miles con Christopher Jones, y de Christopher Jones con Christopher Jones. Problemas de John Mills con este y con el otro (el otro era yo). Problemas de Trevor Howard con todo el mundo. Problemas míos con buena parte del equipo inglés: ahora yo mandaba mucho, como jamás había mandado, y a unos cuantos no les hacía maldita gracia que les diera órdenes un español. Me recibieron de uñas y me montaron una guerra continua. Guerra de zapa, de decir que sí y que vale y hacer lo contrario o no hacerlo. Tuve la suerte de que allí tenía varios amigos fidelísimos, con Ernie Day, el gran operador, a la cabeza. Y Lean, por encima de todo, claro.
Con los irlandeses no tuve nunca el menor problema, y esa afinidad tampoco les hacía mucha gracia a los ingleses más nacionalistas. Gracias a la gente de Dunquin descubrí el poteen, el aguardiente de patata, que entonces todavía era medio legal. Se encontraba en algunas tiendas, pero la mayoría lo destilaba bajo mano. En su propia bañera, por así decirlo. El que solíamos beber era una barbaridad que tenía, me dijeron, entre un 90 y un 95 por cien de alcohol. Y aunque no me lo hubieran dicho: la absenta purísima que me había descubierto Christian Marquand en París era una bebida colegial al lado del poteen, el brebaje perfecto para soportar el clima irlandés. Horas de sol, las mínimas. Y lluvia, lluvia, lluvia.
Yo pensaba que Lean podría muy bien haber rodado en la parte más salvaje de Asturias, por ejemplo, del mismo modo que convirtió Madrid y Soria en Rusia, pero no se lo decía, porque bastante tenía con lo que tenía. No paraba de llover, y a mi me desesperaba el saludo de un chófer encantador que cada mañana me decía “Nice day, mr. Vidal”. Yo nunca he echado a nadie de una película, ni a un extra, pero le dije: “Si vuelves a decir eso te quedas sin trabajo”. Sin embargo, lo peor no era la lluvia, sino lo que llamábamos el falso sol. Un sol que parecía jugar al escondite con nosotros. Paraba la lluvia, salía aquel sol inesperadamente espléndido, se preparaba todo, y en cosa de un par de horas la luz se entenebrecía como si cayera la noche y volvía a llover a cántaros. La escena de amor en el bosque entre Sarah Miles y Chris Jones tardó meses en acabarse, y no exagero. Cambió el tiempo en Kenmare y durante semanas fue imposible rodar nada. Volvimos en septiembre y lo que había cambiado era el paisaje, por completo. Eddie Fowlie tuvo que inventarse una réplica del bosque en una sala de baile, en Murreigh, creo. Lo hizo árbol a árbol, casi hoja a hoja. Una auténtica obra de artesanía. Otra vez, en cambio, tuvimos que esperar no sé cuanto tiempo hasta poder rodar la célebre escena de la tormenta en Bridges of Ross, en la costa de County Clare: llovía, desde luego, pero no era la tormenta que la historia y Lean necesitaban. Bien dice el refrán que nunca llueve al gusto de todos. Las secuencias en la costa eran difíciles porque el oleaje era muy traicionero.
En una de ellas, con John Mills y Trevor Howard, la lancha en la que iban volcó y golpeó a Howard en la cabeza. Por unos instantes interminables desapareció bajo el agua, y mientras corrían a socorrerlo todos pensamos que se había ahogado. Tenía una buena brecha en la nuca y estuvo dos días en el hospital. Otras escenas, comenzadas en la playa de Courmineole, tuvieron que desestimarse y se rodaron de nuevo en un lugar tan poco irlandés como la sudafricana Ciudad del Cabo. Se ha convertido en un lugar común eso de “los paisajes son también protagonistas”, pero en el caso de Lean era una verdad como un templo, y por eso rodaba en 65 milímetros, en Super Panavisión. Paisajes gigantescos, enormes espacios abiertos. Muchos críticos se le echaron encima porque decían que era una escala demasiado grande para una historia que les pareció demasiado pequeña. Siempre hubo en las películas de Lean, ya lo hemos hablado, esa tensión entre lo íntimo y lo épico, pero quizás en La hija de Ryan se manifestó con una magnificencia más rotunda ese contraste. Mucho más, diría yo, que en Lawrence de Arabia y en Doctor Zhivago, que tampoco se quedaban cortas de paisajes.
Hablemos de Christopher Jones. ¿Quién se acuerda hoy de Christopher Jones? Diría que muy poca gente, pero tuvo su gran momento a finales de los sesenta. Estábamos en que yo había ido a ver a Brando, y Brando había dicho que no, que no iba a hacer el papel del mayor inglés Randolph Doryan. Lean pensó luego en Peter O’Toole, como siempre. Pero O’Toole volvió a decirle que que no. Y no recuerdo si llegó a hablar con Richard Harris, que era el siguiente en la lista, o fue entonces cuando se cruzó Chris Jones en su camino. Era americano y se creía el sucesor de James Dean. No es una especulación: lo decía, estaba convencido de eso. Le imitaba, e incluso le dio por ir a toda velocidad por aquellas estrechísimas carreteras irlandesas con un Ferrari, y si no se mató, como su héroe, fue porque Dios no lo quiso. Había estado casado con la hija de Lee Strasberg, Susan. Y había estudiado en el Actor’s, y había hecho teatro en Broadway, un pequeño papel en La noche de la iguana. Hasta que de golpe pegó un pelotazo con una película que se llamaba El presidente. Se estrenó en 1968 y era la historia de una estrella de rock que conquistaba la Casa Blanca. Nada del otro jueves, pero todo el mundo empezó a decir que Chris Jones era un “ídolo contracultural” (fue la primera vez que escuché esa palabra), que los jóvenes le adoraban como a su personaje, y que tenía un gran futuro. Corrió la voz y en cuestión de meses le cayeron tres papeles en Europa. Le llamó Dino de Laurentiis para hacer una película en Italia, que se llamaba Una breve stagione y que no llegué a ver . Rodó luego El espejo de los espías, sobre la novela de John Le Carré, y Lean la vio, o vio fragmentos, no sé, y decidió contratarle para La hija de Ryan con un sueldo de superestrella: se decía que medio millón de dólares.
Se dijeron muchas cosas acerca de la elección de Chris Jones. Como, por ejemplo, que Lean le contrató sin haberle visto en persona, sin haber hablado con él. Y que por eso se quedó de piedra cuando descubrió que su voz, al natural, no era como en la película. Se dijo también que en El espejo de los espías le habían doblado porque no daba el acento inglés, cosa un tanto pintoresca, aunque no improbable. Yo no recuerdo si su voz era así o asá. Lo que recuerdo es que como actor era muy flojo. A mí me pareció el típico niño bonito al que la fama se la había subido a la cabeza, pero dudo mucho que un hombre como Lean, que cuidaba tantísimo los repartos, le contratara sin haberle visto, sin someterle a diez mil pruebas y preguntas. El caso es que cuando yo llegué, Chris Jones ya estaba allí. Y Lean estaba hecho polvo porque debió haber visto algo en él, algo que luego no volvió a ver ni de lejos durante el rodaje, y bastante problemático era el asunto como para preguntarle por los pormenores de la contratación. Se había equivocado y lo sabía, punto. No había más que hablar. Fue el mayor miscasting de su carrera, pero era imposible volver atrás: había que apechugar, como diría un castizo. Lo supo desde que Chris Jones rodó su primera secuencia, el encuentro entre Doryan y Rosy Ryan, cuando él sufre un ataque de pánico por sus recuerdos de la guerra. Lo supo Lean, lo supo todo el mundo y lo supo Jones, que tras el difícil rodaje de la escena perdió la poca confianza que le quedaba cuando se vió en pantalla, en los rushes. La relación con Sarah Miles tampoco era buena. Decir que no había química entre ellos sería un eufemismo muy benevolente. Lean intentó por todos los medios que Jones mejorase su actuación, pero había poco que rascar, y al final optó por recortar el papel de Doryan y “pasarle” parte de sus diálogos a Gerald Sim, que interpretaba a su ayudante. A eso se sumó el hecho de que apareciera por el rodaje Olivia Hussey, la Julieta de Zeffirelli, a la que Jones había conocido en Italia. Era más o menos su novia oficial, o eso parecía, pero tarifaron muy seriamente cuando ella se presentó con la intención de casarse, o eso se decía. Sea como fuere, aquella ruptura no mejoró las cosas. A partir de entonces, Chris Jones comenzó a comportarse erráticamente, según la clásica pauta maníaco-depresiva (un día maníaco, otro depresivo), depresión que se agudizó cuando se estrenó la película y llegaron las críticas. Diría que El espejo de los espías y La hija de Ryan se presentaron el mismo año con pocos meses de diferencia. La primera pasó sin pena ni gloria, pero con La hija de Ryan hubo tortas para todos y él se llevó una buena parte del lote. Y allí, por lo que yo sé, se acabó su carrera, y en gran medida la de David Lean, pero de eso ya hablaremos más adelante. La historia de Christopher Jones fue triste, pero la de Lean, que no levantó cabeza hasta Pasaje a la India, fue devastadora.
En el ranking de problemas seguían, en hilera, John Mills, Trevor Howard y Leo McKern. McKern, que interpretaba a Ryan, el padre de Sarah Miles, no era mal tipo, pero destestaba a Lean. Odiaba su minuciosidad, odiaba tener que repetir las escenas hasta la extenuación, y odiaba aquel larguísimo rodaje. Discutía constantemente con Lean. Acabó tan harto que dijo que se retiraba el cine, que solo haría teatro y televisión. Y es verdad que tardó muchísimo tiempo en rodar otra película. John Mills era un ser nefasto, inaguantable. Para el personaje de Michael, el tonto del pueblo, Lean quería un actor cómico. “Un cómico-cómico”, decía.
“¿A ti qué cómico se te ocurriría para interpretar a real tramp?”, me preguntó un día.
“¿Cómico-cómico y real tramp? Hombre, pues se me ocurre Chaplin”, contesté.
Lean se quedó pensativo y le dio vueltas a la idea durante unos días, pero la desestimó. Chaplin seguía más o menos en activo, pero no como actor. Había vuelto a ponerse tras las cámaras en La condesa de Hong-Kong, que resultó un desastre, pero eso era lo de menos. Yo sabía que la propuesta no podía prosperar: demasiada confrontación. Dos egos del calibre de Chaplin y Lean hubieran convertido el plató en un campo de batalla. Y, como bien dijo Lean, Chaplin hubiera desequilibrado la película. Por otro lado, Lean tenía debilidad por Mills: se consideraba su descubridor desde los días de Grandes esperanzas. No puedo decir, desde luego, que me gustara como persona, y su interpretación me pareció un poco excesiva, pero se llevó un Oscar. El papel estaba cantado para eso.Trevor Howard era otro de los viejos amigos de Lean.
Había estado soberbio en Breve encuentro, pero desde entonces habían pasado muchos años y muchas copas, y los años y las copas le habrían agriado considerablemente el carácter. Lean y Bolt habían dibujado el personaje del padre Collins con Alec Guinness en la cabeza, y se lo ofrecieron, pero Guiness era un católico ultraortodoxo, como todos los conversos, y le pareció que el perfil de Collins era “muy cuestionable”. O sea, que dijo que no. A Howard, por su parte, le entró la pájara de que el papel del padre Collins era un asco, una nadería, un secundario, y repetía a todo bicho viviente que lo hacía porque Lean se lo había pedido, solo por eso. A Lean eso le dolía en el alma y le decía que era un personaje central, lo que era una verdad como un templo, un personaje magnífico, pero Howard seguía emperrado con su obsesión. Luego hizo un trabajo estupendo, pero nos dio el rodaje. Cuando Howard fumaba la impresionante marihuana de Mitchum todo iba bien o medio bien. Cuando pasaba al alcohol estábamos perdidos, y lo sabíamos desde temprana hora, porque en esos días fatales desayunaba con varias pintas de Guinness, una tras otra. Yo tuve un enfrentamiento muy gordo con Howard y la sangre no llegó al río gracias a Mitchum. Estábamos una noche en su casa, cosa frecuente porque Mitchum era un anfitrión divertidísimo y además cocinaba extraordinariamente bien. Y esa noche Howard me saltó a la yugular. “You spanish mongolic bastard” fue lo más suave que me dijo. En esa época yo tenía una leche de borrega negra y por muchísimo menos me liaba a hostias, y a hostias muy bien dadas. Susan me llevó a la cocina para tratar de calmarme y entonces me entró un ataque de risa, porque desde la cocina veo a Mitchum, el tipo más cool del mundo, solucionando la crisis a su manera: sin dejar de sonreir, cogió a Howard del brazo y se lo fue llevando hacia el coche mientras le cantaba, como quien canta una nana, “It’s a long way to Tipperary”. Pero las historias de Mitchum (y unas cuantas historias más) dan para otro capítulo.