A las puertas del castillo de Montségur, disfrutando del paisaje.
El Ariège es un departamento del sur de Francia ubicado en la región de Midi-Pyrénées que debe su nombre al río, afluente del Garona, que lo atraviesa. Cuenta con numerosos vestigios paleolíticos, entre los que destacan varias cuevas con espectaculares muestras de arte rupestre, pertenecientes a la cultura magdaleniense. También se encuentra en su territorio el popular castillo de Montségur, cuya rendición en 1244 es considerada el punto final de la religión cátara.
Antes de visitar la zona durante las vacaciones de Semana Santa conocía algunos de esos datos, pero después de haber pasado allí cuatro días fantásticos lo que destaco por encima de todo es la sorprendente belleza del paisaje. Seguro que influyó el tiempo buenísimo del que disfrutamos, pues el contraste del cielo azul y soleado con los picos blanquísimos de mi querido Pirineo era irresistible.
Vista sobre uno de los bonitos valles del Ariège.
Hace semanas que tengo pendiente esta entrada. De hecho, voy a hacer dos, una centrada en la excursión a Montségur, y la otra sobre la visita a la cueva de Niaux y al completísimo Parque de la Prehistoria de Tarascon-sur-Ariège.
Nos alojamos en la Gite du Carbounet, una casa rural muy confortable, perfectamente equipada, con chimenea incluida, en un minúsculo pueblecito entre montañas, Siguer, situado a unos pocos kilómetros de Tarascon, centro neurálgico de la zona.
La luna llena aparece en el cielo de Siguer.
El paisaje era precioso, pero reconozco que no exploramos demasiado el entorno inmediato porque el tiempo se nos pasó volando descubriendo los tesoros de la comarca.
Es una tontería, pero una de las primeras cosas que me llamó la atención circulando por Francia fue que los ríos fluyen hacia el lado “contrario”. Es una sensación curiosa ver que el agua viaja hacia el norte cuando estás acostumbrado a que en la parte española del Pirineo lo haga hacia el sur.
Otra cosa que me llamó la atención (gratamente) fue comprobar que sigo siendo capaz de comunicarme con mi oxidadísimo francés. O, al menos, la amable propietaria de la casa hizo como que me entendía. De todas formas, en esa parte de Francia están muy acostumbrados a la presencia de visitantes españoles, de modo que en los lugares turísticos siempre hay personal que habla castellano.
La mañana siguiente a nuestra llegada miramos un mapa y comprobamos que Montségur quedaba bastante cerca. Era la oportunidad ideal para visitar un lugar que desde hacía tiempo me llamaba la atención, sobre todo desde que leí Historia del rey transparente, la entretenidísima novela de Rosa Montero ambientada en la Edad Media, precisamente en la época en que el Papa Inocencio III decidió borrar de la faz de la tierra a los herejes cátaros.
El castillo de Montségur domina el entorno desde un peñón rocoso.
El castillo se encuentra en la cima de un peñón, a 1207 metros de altura, desde el que se disfrutan unas vistas magníficas sobre el Languedoc. Pero antes de subir, paramos en Montségur, un pueblecito con mucho encanto. Teníamos que comer, y, tras recorrerlo de arriba abajo, temimos no encontrar nada abierto. Las vistas de las montañas nevadas, por un lado, y del castillo dominando la escena desde su promontorio, por otro, eran, sin duda, alimento para el espíritu, pero nuestra parte física también exigía su cuota de nutrientes.
El bonito pueblo de Montségur.
—¿Qué vamos a hacer?
—Hola.
Una señora octogenaria (como mínimo) nos observaba con expresión divertida desde la ventana de un (tan viejo como ella) hotel.
—¿Sabe dónde podríamos comer?
No recuerdo si lo pregunté en castellano o en francés. La mujer, desde luego, tenía clarísimo que aquella pareja con un niño mucho más preocupado por hacer rodar sus coches en miniatura que por la alimentación familiar éramos españoles.
—Subid.
Y, evidentemente, eso hicimos. Un minuto después nos sentábamos en un comedor que podía ser el de una abuela cualquiera, ambientado en la primera mitad del siglo XX, no por una cuestión de gusto estético, sino porque, efectivamente, la decoración probablemente era la que ya había entonces. Manteles de tela a cuadros (con lamparones), jarras de agua y vino no “excesivamente” limpias, lo que, por supuesto, era extensible a vasos, tazas, platos y cubiertos… Un lugar ideal para que Albert estableciera un amplio parking para sus coches.
La fachada del curioso hotel donde comimos.
Al fijarme mejor en la anfitriona no pude evitar acordarme de la vieja de los gatos de ‘Los Simpsons’, pero sin gatos. Estaba ella sola llevando el negocio, cocinando, sirviendo, manteniendo la casa, de la forma pausada pero resuelta que otorgan los muchos años de experiencia.
La comida estaba buena. Ensalada con productos del huerto, patatas asadas con carne de cerdo y tortilla de champiñones. De postre, dos crêppes enormes con azúcar. Lo único insalvable fue uno de los cafés más cargados y terribles que he probado en la vida.
Mientras comíamos, la señora se dedicó a encender, con toda la parsimonia y la paciencia del mundo, la chimenea, para, a continuación, sentarse en el sofá a ver, como todas las tardes, su programa de televisión favorito.
Fue, sin duda, una experiencia curiosa y uno de los sitios más originales donde he pagado por comer.
Ya estábamos preparados para subir al castillo. Un recorrido corto pero exigente, así que nos calzamos las botas de montaña y emprendimos la marcha. Pronto alcanzamos la estela que recuerda a los 220 cátaros que, tras diez meses de asedio, rindieron el castillo y, al no abjurar de su fe, fueron calcinados en la hoguera.
La religión cátara, que consideraba todo lo material obra del mal y, por tanto, rechazaba cualquier tipo de posesión, suponía una grave amenaza para la opulenta iglesia católica. Su propagación por Occitania significaba un grave quebradero de cabeza, así que el Papa de turno se agarró a la mínima excusa para convocar una cruzada que acabara con los herejes, para la que contó con el apoyo de la monarquía francesa.
En cuarenta años asesinaron a miles de cátaros y a quienes los toleraban, y de paso la guerra sirvió para que los territorios del sur de Francia que estaban ligados a la corona de Aragón acabaran en manos de su vecina del norte.
La verdad es que los preceptos del catarismo no eran como para entusiasmar a nadie: voto de pobreza y abstinencia sexual, renuncia a todo bien material y a alimentarse de cualquier cosa que fuera generada por un proceso físico (es decir, sólo comían vegetales y pescado, que entonces creían que era un fruto del mar), no porque fueran ecologistas, sino porque consideraban que el mundo material era producto de un dios maligno. Aspiraban a, a través del conocimiento espiritual y sucesivas reencarnaciones, llegar a un estado etéreo que los conectara con el mundo inmaterial, obra del dios benigno.
Sin conocer los detalles de la sociedad occitana de la época, me parece lógico que el catarismo se extendiera entre la población más humilde, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la gente vivía en una precariedad perenne, sometida a los caprichos de la nobleza y de una iglesia católica cuyos representantes llevaban un modo de vida muy alejado de la humildad de la figura en la que se suponía que se inspiraban. Ahora que lo pienso, la cosa no ha cambiado mucho en ochocientos años…
Pero sigamos con la excursión. La mayor parte transcurre por un bosquecillo, en el que se encuentra la taquilla donde pagar los cinco euros para acceder al monumento histórico (los menores de ocho años no pagan). Pronto entramos en calor y nos empezó a sobrar ropa. Ya he dicho que hacía un día magnífico.
El entorno del castillo es precioso. Desde los 1207 metros el castillo domina kilómetros y kilómetros de extensión. Esa montaña nevada me cautivó por completo.Tras unos veinte minutos de camino empinado y escalones de roca, llegamos arriba y nos maravillamos con unas vistas preciosas, que alcanzan muchos kilómetros a la redonda.
Del castillo no queda mucho más que los anchos muros y las dos entradas, pero, desde luego, la excursión vale la pena. Se trata de un lugar sobre el que abundan las leyendas y creencias respecto a sus supuestos poderes telúricos. Todo ello ha contribuido a que sea un sitio muy popular.
Torreón del castillo donde se ubicaba una escalera de caracol. Del castillo queda poco más que la muralla y parte de un torreón. El castillo de Montségur es toda una atracción turística.Lo que yo puedo decir es que, como me sucede siempre que visito un lugar histórico, me invadió la agradable sensación de trasladarme en el tiempo, pisando y tocando aquellas piedras que tantos siglos atrás habían servido de refugio a otras personas. Una sensación que se acentuaría aún más al día siguiente, mientras recorría el interior de la gruta donde hace 15.000 años otros seres humanos dejaron impreso su arte.
Albert, caballero invasor del castillo de Montségur.
Albert disfrutó de lo lindo adoptando el papel de caballero invasor, a la conquista del castillo. A él lo de los poderes telúricos como que le resbala bastante. En mi caso, el único poder al que otorgo valor es el de la belleza natural y, desde luego, en el entorno del castillo de Montségur abunda.
Habría podido pasar horas admirando el paisaje y haciendo fotos, pero había que regresar. No sería, sin embargo, la última oportunidad de aquel día para maravillarnos con la naturaleza. Decidimos hacer un pequeño rodeo en nuestro camino de vuelta a Siguer para visitar un lugar que en el mapa aparecía reflejado como Roquefort les Cascades. Fue todo un acierto.
Las cascadas se encuentran en un entorno natural bucólico. El agua cayendo por la pared calcárea. Las cascadas de la Turasse son un espectáculo precioso.Apenas hay que andar un par de minutos para disfrutar del espectáculo del agua cayendo desde la montaña, y, un poco más arriba, apreciar el sorprendente fenómeno que ha provocado la cortina líquida que desciende por la pared rocosa. El agua contiene un elevado índice de calcio, que al irse depositando sobre la roca porosa ha dado lugar a unas curiosas formaciones geológicas, de bellos colores, texturas y formas.
Y así, habiendo llenado el cerebro de montones de imágenes y sensaciones para recordar, regresamos a casa, a cenar y a disfrutar de la chimenea un rato antes de reponer fuerzas para el día siguiente.