‘El viaje de Pau’ en el río Yaga. Foto: Benjamín Recacha
El verano es ya un recuerdo. Los diez días que pasé en el Pirineo Aragonés, recorriendo los paisajes que han marcado mi vida quedan lejos, aunque tenga la sensación de que fue el otro día cuando recogíamos la tienda de campaña para regresar a casa.
El 1 de septiembre publiqué la tercera crónica viajera desde el paraíso, pero dejé pendientes otras dos, que ya no puedo aplazar más porque corro el peligro de que acaben confundiéndose con las de las próximas vacaciones. Además, no va mal recrearse en momentos e imágenes tan agradables.
Los habituales de este espacio ya conocéis la devoción que siento por Bielsa, el Valle de Pineta y el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido en general. Le he dedicado una novela, un buen puñado de artículos, y no dejo pasar la ocasión de recomendar su visita. El romance viene de lejos, de cuando era un mocoso ignorante de la belleza de aquel lugar y de la felicidad que me aguardaría allí cada verano.
Hoy os voy a hablar de una excursión que descubrimos por casualidad y que nos encantó, en el sector Escuaín del Parque Nacional. Pero antes dejadme que os muestre un documento “histórico”, de otra excursión que hace años que no disfruto porque entraña una dificultad que la desaconseja por completo si vas acompañado de un niño pequeño. Se trata de la ruta al lago helado de Marboré (ya he escrito sobre ella).
Veinte años han pasado de este “paseo” por los heleros camino de Marboré.
La foto es de hace veinte años, en pleno agosto. Efectivamente, andamos sobre la nieve. Yo soy el de la chaqueta roja. Hace unos meses mi hermano Fran recuperó algunas fotos de aquellos años, que publicó en Facebook, y pensé que tenía que colgar alguna por aquí. Íbamos acompañados de mi padre (el fotógrafo), nuestros primos José María, Yolanda y Mauri, dos amigas de Zaragoza, Cristina y Montse, y Mario, hijo de un compañero de trabajo de mi padre. Qué buenos recuerdos.
Pronto volveré a recorrer ese valle glaciar, rodeado de las moles inmensas del Monte Perdido y el Cilindro de Marboré, acompañado de mi hijo Albert. De momento nos conformamos con retos menos ambiciosos, pero igualmente maravillosos, como los de este verano.
Después de visitar Añisclo, el ibón de Plan y la cascada del Cinca nos acercamos al sector Escuaín, el menos conocido del Parque Nacional, que esconde paisajes preciosos y sorprendentes. En esta zona de montes menos escarpados el río Yaga forma una garganta impresionante, hogar ideal para rapaces como el buitre leonado y el quebrantahuesos. Las aguas bravas, que de vez en cuando se toman un descanso, regalándonos un rincón donde disfrutar de la calma; las rocas arrancadas a la montaña y el multicolor bosque de ribera configuran un lienzo que es un verdadero placer para los sentidos.
El río Yaga, rodeado de bosque. Foto: Benjamín Recacha
Se puede acceder en vehículo desde Escalona, tomando el mismo desvío que conduce a Añisclo, pero desde hace unos años también abrieron ruta desde Hospital de Tella, cogiendo la carreterita enrevesada que lleva al pintoresco pueblecito de Tella, que se encarama a un promontorio desde el que se goza de unas vistas privilegiadas. Tella es conocido por las tres ermitas románicas que, situadas en plena montaña, se pueden visitar siguiendo una muy recomendable ruta circular, que parte desde la iglesia de San Martín.
Ermita de los santos Juan y Pablo, del siglo XI, en el precioso entorno de Tella. Foto: Benjamín Recacha
Hoy en día se accede cómodamente en coche, pero hace unas décadas llegar hasta allí, a casi 1.400 metros de altitud, no debía ser precisamente cómodo. No es de extrañar, pues, que existiera un viejo refrán que decía: “Tella, Dios nos guarde de ella”.
‘El viaje de Pau’, en el dolmen de Tella. Foto: Benjamín Recacha Albert ya conoce dónde enterraban a los hombres prehistóricos de Tella. Foto: Lucía PastorAdemás de ermitas y un paisaje espectacular, muy cerca de allí hay una cueva donde se han encontrado restos prehistóricos, tanto humanos como del legendario oso cavernario, y un dolmen megalítico llamado Piedra de Vasar o Losa de Lacampa. Recuerdo que en mi niñez me impresionó saber que allí había habido huesos de hombres prehistóricos.
Desde Revilla se disfrutan unas vistas preciosas. Foto: Benjamín Recacha Inscripciones en las piedras de la ermita de San Lorenzo. Foto: Benjamín RecachaUnos metros antes de llegar al dolmen sale el desvío hacia Revilla, una diminuta aldea tan inaccesible como Tella y que disfruta de un paisaje igualmente privilegiado. En sus alrededores hay varias rutas muy interesantes, como la que conduce a varios miradores sobre el pueblo abandonado de Escuaín y la garganta donde nace el río Yaga, que surge como por arte de magia de entre la roca kárstica. En esa misma ruta se encuentra, bajo una cornisa de la montaña, la antigua ermita de San Lorenzo, ya en ruinas, pero que tiene la peculiaridad de contar con antiquísimas inscripciones en las piedras que siglos atrás la mantenían en pie.
El descenso hacia el río Yaga nos depara un paisaje sorprendente. Foto: Benjamín Recacha El verde de una naturaleza exuberante lo inunda todo. Foto: Benjamín RecachaSin embargo, la ruta que tomamos este verano es la que conduce al río Yaga. No conocíamos la excursión, pero al leer en el cartel que sólo había que invertir 45 minutos para llegar hasta abajo, nos animamos a ello. Y la verdad es que fue una gratísima sorpresa, una excursión muy entretenida que desciende por un tupido bosque (hay que ir con cuidado, sobre todo si el suelo está mojado, como fue el caso, porque la pista tiene mucha pendiente y resbala) y acaba bordeando las moles calcáreas que enmarcan la garganta del río. Incluso hay un pequeño trecho en el que, por precaución, es aconsejable agarrarse a la barandilla que han colocado en la pared para superar sin problemas el barranco que, en caso de inoportuno resbalón, acabaría con nuestros huesos hechos harina contra las rocas.
La preciosa poza de aguas verdes donde acaba la ruta. Foto: Benjamín Recacha Las saltarinas aguas del río Yaga. Foto: Benjamín Recacha Disfrutando de la naturaleza. Foto: Benjamín Recacha Foto familiar en un entorno idílico. Foto: disparador automático de una vieja cámara digital SonyEl sendero desemboca finalmente en una preciosa poza de aguas verdes donde remojar los pies o, los excursionistas más acalorados, darse un chapuzón. Nosotros nos conformamos con lo primero, pero, sobre todo, disfrutamos de un entorno idílico donde reponer fuerzas y seguir llenando el depósito mental de belleza natural.
Cruzando el río la senda continúa hacia Escuaín. Nosotros regresamos por donde habíamos venido. Paradójicamente, la vuelta, aun siendo cuesta arriba, se nos hizo más corta, pero llegamos al coche con un calentón considerable.
Albert, en el árbol-casa de Lamiana. Foto: Benjamín Recacha Desde el árbol de Lamiana se disfruta un paisaje precioso. Foto: Benjamín RecachaAntes de volver a Bielsa hicimos parada, un par de kilómetros más abajo, en Lamiana, un hotel restaurante que cuenta en su entorno con un pequeño camping, muy tranquilo. Lo descubrimos hace un par de años. Es un lugar ideal para sentarse a tomar un café y admirar el entorno. Eso hicimos. Además, en el jardín han aprovechado el tronco de un árbol seco para instalar una plataforma a la que se puede subir por una escalera de cuerda. Evidentemente, Albert no quiso dejar pasar la ocasión de trepar. Y arriba, cómo no, más vistas imborrables.
Hasta aquí la crónica de otro día inolvidable en el paraíso. Queda la última, en la que serán protagonistas dos de los rincones más increíbles del Pirineo: los valles de Pineta y de la Larri.