Un profundo quejido inunda los pasillos del hospital. El silencio, que hasta ese momento imperaba, es roto por sus alaridos de dolor. Los pocos pacientes que recorren los angostos corredores miran al suelo. Tratan de evadirse y de pensar en otra cosa cuando pasan por delante del lugar del que proceden esos terribles lamentos.
Está recostado sobre la cama. A su alrededor una enfermera y un médico tratan de calmarle. Todo su cuerpo tiembla de miedo. Odia este momento con todas sus fuerzas. Por el rabillo del ojo busca una salida. Un pequeño agujerito por el que huir lejos de allí; a un lugar lejano, muy, muy lejano donde el dolor no le pueda alcanzar. Donde pueda sonreír y volver a ser feliz. Donde poder jugar con sus hermanos y dar un beso cada mañana a su madre…
Tiene trece años. Pero su valor sería envidiado por muchos hombres adultos. Un valor que le hace soportar estoicamente la condena a la que ha sido castigado. Una condena que le acompañará el resto de su vida. Agarra con fuerza las mugrientas sábanas verdes que cubren su cama. Estira el cuello. Aprieta los dientes. Y vuelve a gemir de dolor cuando la capitana Kathy McCloud, enfermera jefe del Hospital Regular Militar de Kandahar, le retira las vendas que cubren las profundas yagas que han convertido su joven cuerpo en toda una oda a la tristeza. Mientras el doctor le echa por encima un poco de suero para aliviarle los dolores. La carne se le ha pegado a las vendas…
Cada cura se convierte en una tortura para este pequeño afgano. Su valor bien merece un reconocimiento. Una lucha silenciada por sus alaridos de dolor... Foto: A. Pampliega
Dos enormes surcos se introducen en la carne. Surcos que antes tenían piel y que ahora son sólo un martirio para este pequeño afgano. Mohammad debe pasar por este calvario cada día. Cada día desde hace más de seis meses- tiempo que lleva hospitalizado en este hospital donde ha encontrado un hilito de esperanza en un mar de sufrimiento. Este pequeño niño no puede catalogarse como herido de guerra. Ninguna bomba inteligente devastó su casa. Sus heridas no son fruto de un IED que explotó mientras caminaba junto a su padre. No. Mohammad no puede catalogarse entre ese alto porcentaje de civiles heridos durante este conflicto.
Sus heridas son fruto de un accidente doméstico. Este pequeño tuvo la mala fortuna de tirarse una sartén con aceite hirviendo encima. Un aceite que le desoyó vivo de cintura para arriba y que le causó terribles y espeluznantes quemaduras que le tenían postrado en una cama. No. Mohammad no es un herido de guerra… Pero si una bomba no hubiese acabado con la vida de su madre hace dos años este pequeño jamás hubiese tenido que verse obligado a cocinar para su padre y sus dos hermanos menores. No. Mohammad no puede echar la culpa a una maldita bomba. Pero sus heridas sí son producto de esta guerra. Sus heridas son un daño colateral. Un daño que le marcará el resto de su vida…
“Este niño lleva con nosotros unos seis meses procedente del hospital civil de Kandahar donde lo estaban tratando hasta ahora. Allí se vieron superados por sus heridas y nos lo remitieron a nosotros para que intentáramos hacer algo por él. Y su evolución ha sido increíble. Cuando vino a penas se podía mover… Ahora recorre todos los días los pasillos del hospital. Poco a poco va recuperando la alegría por vivir”, afirma la enfermera McCloud.
Nadie se acercará hasta la cama de este niño para pedirle perdón por sus heridas. Principalmente porque no hay un responsable directo. La culpa de la sartén. Del aceite. Del padre por dejarle hacer la comida… No. Mohammad no es un herido de guerra. Es sólo un daño colateral.