Revista Regiones del Mundo

Crónicas afganas: El proyeccionista de sueños

Por Antoniopampliega

Desde Kabul.

“Tengo el mejor trabajo del mundo; pero también el más difícil, sobre todo con los tiempos que corren. Intento hacer feliz a la gente; trato de hacerles soñar con vidas mejores y de transportarles muy lejos de aquí”, sonríe Abdel Rabul mientras me pide silencio. Llega el momento más delicado de su trabajo. Mira por un diminuto hueco horadado en la pared de su peculiar ‘oficina’. Las imágenes se cuelan por él, iluminando la cara de este veterano proyeccionista. Levanta la mano y con un rápido movimiento indica a su joven aprendiz, Mohamed, que accione el segundo proyector…

La película continúa y el escaso público que se ha dado cita en la sesión matutina en el Aryub Cinema de Kabul ni se ha inmutado del cambio de bobina. Rabul, conocido en el gremio como el ‘ingeniero’ a pesar de no tener estudios, lleva 30 años dedicado a repartir sueños entre sus paisanos. Pero en Kabul- como en toda Afganistán- la gente ya no tiene ganas de soñar y el cine ha dejado de tener un peso específico entre la población. “Hace 20 años- cuando estaban los rusos- la gente hacía largas colas para ver películas procedentes de la India y de la URSS. Teníamos tres sesiones diarias. Pero con la llegada de los talibán el cine fue uno de los primeros en sufrir la ira de estos radicales”, se lamenta el proyeccionista mientras hace un guiño a su ayudante para que se queda a cargo de todo mientras me enseña las modestas instalaciones del cine más famoso de la ciudad.

Este cine, el primero que abrió sus puertas en Kabul- y en todo Afganistán- a finales de la década de los setenta, es historia viva del país. Sus proyecciones atraían a miles de personas que abarrotaban la sala. Pero como buena historia que se precie de serlo- Rabul sabe mucho de eso porque ha visto más de 6.000 cintas en todos estos años- esta también ha tenido un lado oscuro que duró siete años.

Para los talibán el cine era- y sigue siendo- la encarnación misma del mal. Por eso cerraron, quemaron y tiraron piedra a piedra la gran mayoría de los cines que había en el país. Imágenes de chicas bailando o besando al galán de turno hacían que se rasgasen las vestiduras… Solución: prohibieron el cine- luego harían lo mismo con los libros ilustrados, la música, la fotografía, la pintura o la televisión (pero esa es otra historia).

Abdel Rabul recuerda con tristeza el oscuro reinado de los “fabricantes de sombras”, como los llama él. “Se presentaron aquí y nos obligaron a sacar todas las bobinas que teníamos guardadas en el cine para proyectarlas; las rociaron con gasolina y las prendieron fuego mientras no paraban de reír. Tuvimos que cerrar y emigrar a Pakistán para salvar la vida”, afirma.

Desde entonces el cine ha dejado de ser el lugar donde la gente venía a soñar. La educación talibán ha calado muy hondo en los afganos y muchos siguen mirando con recelo las salas de cine. Rabul me invita a que lo compruebe con mis propios ojos… Una sala inmensa, “más de 1.000 butacas” asegura, se ilumina con los fotogramas que se reflejan en la gigantesca pantalla. En el patio a penas una veintena de espectadores miran embelesados una cinta de factura hindú donde una joven baila al ritmo de una pegadiza canción.

Pero las cosas no siempre fueron así. Tras la caída de los talibán el cine en Afganistán vivió unos años dorados.“Cuando proyectamos Rambo III- película basada en el conflicto entre Estados Unidos y la Unión soviética con Afganistán y los muyahidín (soldados de Dios, en árabe) como telón de fondo- conseguimos llenar el cine durante tres semanas”. Pero ni las victorias ni las grandes epopeyas pueden sacar a los afganos de su tristeza. En Afganistán soñar no es gratis y eso es algo que sólo se pueden permitir unos pocos… El resto, simplemente, se ha cansado de soñar.

*Puedes leerlo en el Diario Público.


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