Revista Regiones del Mundo

Crónicas Afganas: Soñadores en Afganistán

Por Antoniopampliega

Los acordes del Fortunate Son, de los Creedence Clearwater Revival, se escapan de los cascos de su Mp3 —«un regalo de un amigo Marine», me asegura—. El sudor resbala por su frente hasta detenerse en sus espesas cejas negras. El sol comienza a salir por el horizonte. Sus pálidos rayos reverberan sobre los frondosos prados de la ciudad que comienzan a verdearse. El verde, el color de la adormidera. Del opio talibán que crece en el sur de Afganistán.

Camina en el medio de una interminable columna compuesta por soldados norteamericanos perfectamente pertrechados. Cascos. Chalecos antibalas. Cantimploras. Mp3 para soportar las largas y soporíferas caminatas por las polvorientas carreteras del distrito de Marjah, en el sur del país. Y lo último en armas de asalto. En su uniforme ―del cuerpo de Marines de Estados Unidos― no hay ninguna bandera. Ningún distintivo. No es soldado. De hecho, no lleva ni armas, ni casco, ni chaleco. Camina en silencio. Sin hablar con nadie. Apenas tiene trato con sus compañeros. No es norteamericano. Pero tampoco es un soldado… No es como ellos. Mustapha agradece que camine junto a él. Así puede practicar su inglés. Este joven afgano sería un adolescente recién salido del cascarón en cualquier parte del mundo occidental, salvo en Afganistán. Aquí ya es todo un hombre y debe comportarse como tal; a pesar de que su rostro imberbe sigue teniendo las facciones de un niño.

Pertenece a la etnia Tayika, una de las cinco que se pueden encontrar en el país. Y tiene un trabajo envidiado por muchos de sus compatriotas. Es traductor oficial del ejército norteamericano. Viaja con ellos. Duerme con ellos. Come con ellos… Pero los soldados no lo ven como a un igual y los afganos le tratan como un traidor. A pesar de esa dicotomía se siente el hombre más feliz del mundo. Tiene un trabajo donde recibe un buen sueldo… Pero no lo hace por dinero. ¿Quién iría a la guerra por dinero? ¿Quién estaría dispuesto a jugarse la vida por una mísera nómina? No. Mustapha tiene un sueño y eso en Afganistán es algo por lo que merece la pena jugarse la vida.

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Mustapha, con el brazo en alto, junto al resto de traductores afganos que acompañan a los marines en la zona de Marjah. Foto: A. Pampliega

“Me gustaría poder viajar a Estados Unidos para estudiar derecho en alguna Universidad ―me confiesa mientras me ofrece un trago de su cantimplora―. Debemos estar un mínimo de tres años alistados con los norteamericanos para poder optar a un visado de estudiante… Sé que es muy complicado pero hay cosas más difíciles en el mundo. Tengo confianza y, sobre todo, tengo ganas de soñar”, afirma.

Mustapha intenta no quedarse rezagado y aprieta el paso. Le cuesta horrores seguir el ritmo impuesto por los soldados. El sudor comienza a resbalarle, nuevamente, por su frente. Cuando era un niño contrajo la enfermedad de la polio y desde entonces sufre cojera en su pierna izquierda; pero a pesar de esa discapacidad pasó las pruebas físicas que exige el ejército norteamericano para entrar a formar parte de los traductores que acompañan a las distintas unidades repartidas por todo el país. Dese muy pequeño ha tenido que luchar para que esa diferencia no suponga un hándicap para él. En el colegio mientras el resto de sus compañeros corría detrás de una pelota de trapo él los miraba al resguardo que le proporcionaba la sombra de un viejo árbol. Sentía envida de ellos. Corrían. Alegres y despreocupados mientras él no era capaz de dar más de diez pasos sin ayuda. Mientras sus amigos corrían, él andaba apoyado en una muleta de madera…

Sus padres, sabedores de la pena que inundaba el corazón de su hijo, decidieron sacrificarse por él, darle lo que la vida le había arrebatado de manera cruel. Hipotecaron sus vidas para poder ofrecerle una educación decente. Para que pudiera rebatir esa discapacidad con un intelecto y una cultura al alcance de muy pocos afganos. Y mientras los otros niños se divertían, Mustapha pasaba largas horas sumergido entre libros y libros…

“A principios de 2002, mis padres consiguieron reunir un poco de dinero y se compraron un antiguo televisor” recuerda. “La imagen se veía fatal, con muchas interferencias. Pero la verdad es que a mí me daba igual… Cuando no estaba leyendo libros en la biblioteca de Kabul, estaba viendo los informativos de la CNN o de la BBC. Después de tres años viendo la televisión en inglés, conseguí entender lo que decían”.

Aquel pequeño niño que se quedaba embobado viendo las noticias en inglés no era consciente de la ironía que el destino tenía reservada para él: acabar de traductor para el ejército norteamericano. Ahora, patrulla las carreteras de su país ataviado con el uniforme de campaña de los marines

¿Y en qué consiste tu trabajo? ―pregunto. “Hago de traductor para el jefe de la compañía”, responde. “Cuando necesita hablar con alguien o leer algún documento soy yo el encargado de hacerlo por él. Es un buen trabajo; sencillo… aunque peligroso; y muchas veces desagradable porque estamos en una guerra y tengo que ver cosas que no debería ver nadie”…

¿Y el trato con los demás afganos cómo es?, quiero saber. “Esa es la peor parte, se sincera. No entienden que estoy trabajando, que intento ganarme la vida. Me ven como a un traidor y me tratan como a tal. Muchos no me miran cuando hablo con ellos o me ignoran; otros me insultan o me escupen… Me da pena que me traten así. Yo soy afgano, como ellos, y me siento orgulloso de serlo… Pero creen que me he vendido a sus enemigos por un puñado de dólares. Soy tan extranjero como los soldados para los que trabajo”, sentencia.

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Mustapha, primero por la izquierda, traduce las órdenes de un marine norteamericano mientras cachean a un civil afgano. Foto: A. Pampliega

Este imberbe muchacho lleva más de nueve meses pateándose su polvoriento país detrás de los soldados norteamericanos, y aún tiene por delante más de dos años. Primero en Kandahar, luego en Helmand y ahora en Marjah… Siempre disponible. Siempre en alerta. Siempre en movimiento. Siempre con una sonrisa en los labios. Sabe que es duro, pero la recompensa será mucho mayor. Forma parte de un cuerpo creado por el ejército norteamericano donde miles de jóvenes afganos se tuvieron que someter a arduas pruebas, tanto físicas como intelectuales, para entrar a formar parte de un programa que tiene como misión principal integrar a la población afgana dentro del organigrama militar de los países aliados. Un programa que servirá de trampolín para muchos jóvenes afganos que podrán optar a un visado de estudiante y a acceder a las universidades de Estados Unidos donde estudiar una carrera.

“Tuve que someterme a cinco exámenes ―me explica―. Primero de gramática inglesa. Luego de lectura, traducción e interpretación y, por último, un examen físico. Me pusieron algunos peros por culpa de mi pierna, pero mis notas en los exámenes fueron tan buenas que acabaron aceptándome. Fue el día más feliz de mi vida. Recuerdo que llegué a casa a la hora de cenar y les di a mis padres la buena noticia… Rompieron a llorar. Nunca olvidaré la cara de mi padre. Sus lágrimas de satisfacción y orgullo”, afirma. Mustapha seguirá soñando con lo que le deparará el futuro. Un futuro lejos de la guerra. Lejos de Afganistán.


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