Revista Viajes

Crónicas lusas: Bilbao

Por Orlando Tunnermann


Crónicas lusas: Lisboa I
TORRE DE BELEM.
Lisboa es una hermosa musa malograda y vestida de luto. Así comienzan mis taciturnas cavilaciones que desembocan en el proemio de mis crónicas viajeras: Lisboa.
Tiene la ciudad una belleza innegable que esquiva las indagaciones de la retina, ocultando sus encantos tras cortinajes blancos visitados por la grotesca mácula del deterioro y la soez cochambre.

 ELEVADOR DE SANTA JUSTA (PANORÁMICAS DE LA CIUDAD)
De preeminente hegemonía alba, las fachadas de las casas y de los edificios de mayor pompa flirtean con el amarillo, creando una acuarela de luz alegre y jovial.
Blanco y amarillo conjuran propósitos de embeleso para los turistas que se asoman a esta ciudad de belleza indiscutible, aunque menoscabada por la insolente presencia de grietas, manchurrones, cicatrices, boquetes y otros desmanes “publicitados” en fachadas vetustas, famélicas de restauración y menor negligencia.
Camino por pedregales de callejuelas angostas y adoquinadas que susurran cánticos de medievo. Básicamente, mi primera impresión es la de Lisboa como ciudad de renombre y catadura anacrónica, obsoleta, una instantánea de la Europa de los años 70.
La ciudad que diera a luz a las faldas del castillo de San Jorge y remozara el marqués de Pombal tras el estragador seísmo que descoyuntara Lisboa en el año 1755, cuenta con 2.500.000 habitantes.
Inicio mi periplo junto a Santos y Claudia como “timoneles” de la librería de viajes y agencia de montañismo TIERRA DE FUEGO (C/Travesía Conde Duque 3, Madrid) www.tierradefuego.es
También una veintena de compañeros de ruta provistos de cámaras de fotos, paraguas y un voluminoso equipaje de ilusión y ganas de exprimir la torrencial Semana Santa.
El viaje planteado por Tierra de Fuego resulta ser un ejemplo inigualable de profesionalidad, e inmediatamente me siento en buena compañía, en buenas manos
La lluvia en Portugal, afortunadamente, no es el “diluvio universal” que parece anegar toda la Península Ibérica. De esta guisa y con el ánimo férvido por bandera me planto en el centro de Lisboa.
Me apeo en la estación de metro Baixa-Chiado. Enseguida reparo en las cuestas y las calles empedradas, donde no faltan las pastelerías, uno de los acicates que engordan el deseo irrevocable de los más golosos. La afluencia de estos locales “prohibidos” tiene su origen en la tradición monástica. Tan suculentos eran sus productos que acabaron por expenderse en las vitrinas urbanas de todo el país.
En este punto es recomendable recorrer la animada Rua Áurea o la Rua da Vitoria, o la inmensa y ancha Rua Augusta. La gente se entremezcla como el viento y la lluvia en torno a las tiendas de estas populosas calles que, otrora, invadieran los franceses y vieran frustradas sus inicuas tentativas conquistadoras a causa de la alianza lusa con las tropas británicas.
Estas tierras añosas de fados y bacalao, bollería y estilo manuelino en muchos de sus más eximios edificios históricos, alberga en su haber jactancioso joyas como la idílica, fantástica, casi irreal, como de ensoñación marina, Torre de Belem: antigua cárcel en tiempos de dominio español (1515-1521).
Bañada por el Océano Atlántico, erigida junto al mar como una sirena varada condenada a otear las olas encrespadas en el horizonte y la espuma blanca y salada, nos topamos con su figura hermosísima en el antiguo pueblo de pescadores de Belem.
De estilo manuelino, instaurado por el monarca Manuel I, se trata de un “remedo” de talante gótico elegante y “rebuscado” en la proyección ornamental de su filigrana.
Es característica la presencia de una esfera armilar, como sucede también en la propia bandera portuguesa, y la cruz de Cristo.
Este lugar “mágico” está declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y por ello, el turismo aquí es desbordante y bullicioso.
Completando esta postal de cuento de hadas, al fondo se alza la formidable estructura bermellón del puente “25 de Abril”, evocando la tumultuosa “Revolución de los Claveles” que acabara con la dictadura de Salazar en el año 1974.
Ahí mismo, cerquita, una colosal “roca” con forma de proa de un buque explorador se muestra vanagloriado el monumento de los descubridores, relatando en el suelo de mármol las fechas épicas de grandes descubrimientos, proezas marinas…
Un apunte “repostero”. No es necedad, acaso la tentación convertida en dulce ambrosía, pasar por la famosa pastelería Pasteis de Belem, fundad en 1837. Ubicada en la Rua de Belem, las colas son pavorosas, pero los manjares allí acopiados no tienen parangón.

 PASTEIS DE BELEM (FUNDADA EN 1837)


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