El motor del AMC Eagle que dobla la esquina suena como una carraca, al Chrysler Conquest le faltan las luces delanteras y el Ford Maverick que espera en el semáforo tiene la carrocería comida por el óxido. Descoloridos, abollados, renqueantes, transitan a duras penas por la céntrica One Woodward Avenue de Detroit, la primera avenida asfaltada de Estados Unidos y probablemente del mundo, famosa en tiempos mejores por sus teatros, clubes, boutiques de moda, así como por los paseos de Henry Ford y las exhibiciones de sus nuevos modelos.
La paradoja es escandalosa: el parque móvil de la llamada “Motor City” es ahora uno de los más antiguos y decadentes del país. En la ciudad dondenació la industria moderna, los coches se reparan y parchean hoy una y mil veces en talleres clandestinos, como si se tratase de La Habana. A los vecinos no les queda más remedio. Por muy arruinada que esté una familia, desplazarse en cuatro ruedas resulta imperativo, ya que el transporte público es prácticamente inexistente; las distancias, enormes y altísimo el riesgo de sufrir un percance por el camino.
Desde que se declaró en bancarrota hace un mes, se ha popularizado un dicho. “Detroit lleva muchos años en bancarrota. Lo único que hemos hecho es admitirlo”, dicen los vecinos. Tienen razón. En general, las cifras de la ciudad constituyen un inventario de desgracias. Es, por ejemplo, el lugar más peligroso de Estados Unidos y en el que más dinero exigen por asegurar un coche (unos 6.000 dólares al año de media) a causa precisamente de la tasa decriminalidad. La renta familiar, que en los años 60 era la más alta del país, ha caído a la mitad de la media nacional y un 60% de sus niños viven ya por debajo del umbral de pobreza. Se calcula que la mitad de los adultos no tiene un trabajo estable y que el 50% son analfabetos funcionales.
“Detroit es la ciudad americana por excelencia. Fue la vanguardia durante nuestro ascenso y es la vanguardia durante nuestro descenso”, argumenta Charlie Leduff, autor de un libro dedicado a su ciudad natal que ha titulado "Detroit, una autopsia americana". La idea que plantea Leduff (que los problemas de Detroit son los problemas de Estados Unidos) circula en Internet en términos algo más visuales desde hace meses.
El montaje contrapone fotografías actuales de Hiroshima con otras de Detroit y da paso a un interrogante. “¿Quién ganó al final la II Guerra Mundial?”. Difícil de contestar. En Hiroshima todo son luces, rascacielos, prosperidad, consumismo. En Detroit, edificios arrasados, calcinados y abandonados, esqueletos urbanísticos y basura. La comparación es aún más desgarradora si tenemos en cuenta que Detroit fue la “armería” con la que se libró la guerra: de sus fábricas salieron los tanques, gran parte de los aviones e incluso las mismísimas bombas atómicas lanzadas sobre Japón.
La decadencia de Detroit es tan palpable, tan descarnada, tan surrealista, que una de las pocas industrias en auge es la artística. “Es un imán para creadores vanguardistas que han descubierto que tienen aquí una fuente de inspiración, un ambiente único. También les atrae por los precios, porque se pueden comprar una casa por 5.000 dólares”, dice Pamela Marcil, directora de relaciones públicas del impresionante Detroit Institute of Art (DIA), un museo en cuya escalinata se sienta "El Pensador de Rodin" y cuyas columnas resisten como último vestigio del deslumbrante pasado. Igual todo lo demás, el DIA podría ser engullido pronto por la montaña de deudas: 18.500 millones de dólares, unos 25.000 por cada habitante.
El Pensador de Rodin
Como escenario cinematográfico Detroit es impagable y, de hecho, se rueda un número creciente de películas. No hay muchos sitios en el mundo donde los huertos caseros están literalmente ganando terreno a los rascacielos: las lechugas brotan en plena ciudad, en espacios ocupados hasta hace poco por bloques de oficinas y mansiones. El descalabro de sus 80.000 edificios abandonados y sus 90.000 solares vacíos no sólo atraen a fotógrafos e instaladores, también a pirómanos locales y foráneos, contra los que nada pueden hacer los diezmadísimos cuerpos de policía y de bomberos. Leduff cuenta cómo incendiar una casa y hacer una barbacoa se ha convertido en una forma de ocio barato para cientos de gamberros, drogadictos y pandilleros. “Una lata de gasolina cuesta tres dólares y alquilar una película cuesta ocho. Sabes que la policía no va a venir, así que la decisión es sencilla”, dice.
La epidemias de incendios, la falta de fondos y la delincuencia han obligado a las autoridades a abandonar a su suerte barrios enteros. Las patrullas, como mucho, se colocan en los confines para advertir a quienes se acercan de que si entran lo hacen “bajo su propia responsabilidad”. Los escasos conductores de autobús que quedan se niegan a conducir por determinadas calles, muchas comisarías han sido cerradas y vandalizadas y decenas de agentes se han quedado sin coche con el que patrullar.
La interminable avenida Trumbull que conecta el centro con la periferia oeste se puede recorrer entera sin encontrar más comercios que licorerías montadas en edificios sin ventanas, con aspecto de búnker y puertas de acero. Dentro, los mostradores están protegidos por cristales blindados y algunos dependientes no se molestan en esconder sus armas, más bien las exhiben. Ante la falta de competencia, venden también comestibles, productos de limpieza e incluso material escolar. Algunas amas de casa reconocen que se han acostumbrado a hacer allí la compra diaria.
“Ahora han abierto un supermercado, en la zona que están adecentando, pero durante 20 años en Detroit no ha habido ningún sitio para comprar verduras frescas ni fruta. ¡En una ciudad de 700.000 habitantes y que en tiempos tuvo hasta dos millones! La gente tenía que irse a las afueras si quería comer algo no enlatado”, relata un oficinista del emblemático Penobscot Building, uno de los edificios más altos del mundo cuando fue construido en 1928, una joya “art decó” en la que hoy la mitad de las oficinas están vacantes, varias entradas cerradas y algunos ascensores precintados de mala manera para evitar accidentes.
En medio de la desolación, algunas empresas se obstinan en mantener oficinas e incluso han decidido ampliar su presencia como gesto de apoyo a la urbe, casi todas en el pequeño oásis de Downtown. Los trabajadores cualificados, sin embargo, no residen ni pagan impuestos en la ciudad, sino que conducen diariamente hasta la rica periferia que la rodea. La decadencia de Detroit tiene, de hecho, un decisivo factor demográfico. Los ricos, en su mayoría blancos y con estudios universitarios, han ido escapando paulatinamente a la periferia. Los pobres, en su mayoría negros, se han quedado en la ciudad. Como resultado, se ha perdido más de un 60% de la población en las últimas décadas y se ha disparado el desequilibrio racial, con un 85% de población afroamericana.
Hay anécdotas que ilustran lo hundida y marginada que está la gente de Detroit mucho mejor que ninguna estadística. La Marathon Oil Company, por ejemplo, tuvo que renunciar a su idea de contratar sólo a locales para sus nuevas oficinas en la ciudad. ¿El problema? No conseguía cubrir las plazas con los dos requisitos básicos que impone a sus trabajadores: un título de educación secundaria y un test de consumo de drogas. La espiral de miseria que sufre la población hace que Motor City sea, incluso, una tierra de oportunidades para quien viene de fuera. Los inmigrantes mexicanos, por ejemplo, prosperan deprisa abriendo negocios y dando servicios a los ricos que viven en el periferia. Su barrio, llamado Mexicantown, es uno de los más dinámicos y mejor abastecidos.
Pero no sólo hay oportunidades para los extranjeros. Con el aumento del desempleo en otras regiones, cada vez llegan más jóvenes con formación universitaria desde otros puntos de EEUU. Abraham D., blanco y procedente de Chicago, se ha colocado como subdirector de un instituto público con tan sólo 25 años. “Para alguien de mi edad es casi imposible ascender tan rápido, pero aquí en Detroit se puede porque no hay competencia. De cierta manera, es una ciudad de oportunidades”, explica. El 100% de sus alumnos, por cierto, son afroamericanos. “Han pasado por cosas a las que chavales de su edad no deberían estar expuestos”, asegura. La llegada de jóvenes profesionales como él, que copan los trabajos cualificados y alquilan los locales más caros, ha empezado a generar resentimiento. Lo ilustran los graffitis, que en Motor City son ubicuos y bastante expresivos: “Dispara a los hipsters cuando salen a hacer footing”, invita uno.
Fuente: Ángel Villarino.