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Cuando Banco y Mafia son sinónimos: Gigantes de plata (Silver bears, Ivan Passer, 1978)

Publicado el 16 septiembre 2013 por 39escalones

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La banca y el crimen organizado siempre han gozado de buenas relaciones mutuas. Podría decirse lo mismo de la banca con el crimen, a secas. Esta buena sintonía no sólo ha generado inmensas fortunas particulares, sino que incluso ha ayudado a la creación de estados, al mantenimiento de anacrónicas colonias en el Caribe o a la buena reputación de determinados países, considerados paraísos de la opulencia, cuya extraordinaria riqueza y envidiable prosperidad se basa sobre todo en el secreto bancario. Y ya se sabe que cuando se recurre al secreto es porque hay mucho que tapar. No se trata de una delincuencia cualquiera, por tanto, sino de organizaciones criminales legitimadas por leyes nacionales e internacionales fabricadas a su medida. Nadie con sentido común negaría esto, y menos en estos tiempos. Pero hace ya décadas, quizá de manera algo involuntaria, el checo Ivan Passer dejó un testimonio bastante burlón de esta circunstancia en su extraña, recomendable y poco conocida Gigantes de plata (Silver bears, 1978), producción británica protagonizada por Michael Caine cuyo título original alude, dentro del mismo juego de sarcasmos que plantea, tanto a uno de los máximos premios del Festival de Berlín como a un aspecto esencial de su trama.

Construida como una comedia ligera e irónica sobre las conexiones entre la Mafia, los mercados bursátiles, la especulación económica, los bancos, las inversiones opacas y la atmósfera de estafa, engaño y manipulación sobre la que operan todos estos factores, la cinta da inicio con el dilema de un cabecilla del sindicato del crimen que controla los casinos de Las Vegas (Martin Balsam), que necesita blanquear sus enormes ganancias ilegales. La solución más prudente de cara a las autoridades norteamericanas es colocarlas en un banco suizo, pero todos ellos, temerosos de la reacción del gobierno americano, rechazan esa posibilidad. ¿Solución? Comprar su propio banco suizo y hacer con él lo que le plazca. Una vez elegida la víctima, un pequeño banco semidesconocido, envía a su agente, Doc Fletcher (Michael Caine) para hacerse cargo de él, gestionarlo y camuflar así el dinero mafioso. Para ello cuenta con la ayuda de un estrafalario príncipe italiano (divertidísimo Louis Jourdan), de un matón experto en falsificar dólares, y del inútil hijo del mafioso (el televisivo Jay Leno, con una pinta para echarle de comer aparte), ansioso por demostrar a su padre su capacidad para ocuparse de asuntos de importancia. Sin embargo, pronto la maniobra pone a Fletcher y los suyos ante un caramelo mucho más tentador: la posibilidad de prestar dinero a los propietarios de una mina de plata en Irán (David Warner y la francesa Stéphane Audran) y convertirse con ello en dueños de una porción muy importante de los beneficios del comercio de esa plata. Eso despierta la ambición de un codicioso empresario británico, dueño de varias explotaciones de ese mineral, que convence a un banco inglés para que compre el banco suizo y así adueñarse indirectamente de la mina iraní. Puesto sobre aviso, Fletcher descubre todo el plan a través de la mujer del comisionado del banco enviado para negociar, una americana extravagante, ingenua y bastante borrica (Cybill Shepherd), a la que seduce con facilidad.

La película transita con un tono amable, fluido y ácido por distintas localizaciones internacionales (Suiza, Las Vegas, Londres, Irán…) y se construye como una cinta de atracos sin atraco, en la que las complejas labores de diseño y ejecución de un plan son sustituidas por el juego del ratón y el gato entre individuos que, con la intención de poner la menor cantidad de dinero posible para sus negocios (y si es falso, mejor), pretenden hacerse con la mayor parte de la fortuna de los demás, y que para ello no reparan en embustes, maniobras subterráneas, estafas, timos y dobles juegos. Caine, que en los 70 disfrutaba del punto más álgido de su carrera, está perfecto en su esperado papel de negociante tramposo, y está fenomenalmente acompañado por Jourdan, en un personaje curioso y muy logrado con el que mantiene un constante intercambio de diálogos chispeantes y muy agudos. Leno supone una gran sorpresa, aunque no por su actuación precisamente, y la galería de secundarios incluye a un no menos curioso David Warner como imposible empresario occidental en Irán, excéntrico, cool e inundado por la cultura pop. Capítulo aparte merece Shepherd, quien, convertida en un sex symbol de la época, faceta que desarrollaría ampliamente en la década siguiente y que le costó finalmente su proyección como actriz, aparece aquí caracterizada como una típica mujer americana ordinaria, inculta, superficial y vulgar propia del Medio Oeste. Los interiores no desentonan con el ámbito suntuoso, de inmerecido lujo, en el que transcurre la acción, y las mansiones, los hoteles caros, los restaurantes de postín y los entornos exclusivos, algunos un tanto decadentes, se erigen en escenario para las transacciones, llamémoslas comerciales, de los distintos grupos de pillos que intentan robarse unos a otros.

Varias secuencias valen la pena. Entre ellas el descubrimiento del  demasiado modesto banco que los mafiosos han comprado y que tiene la desagradable sorpresa de no contar con fondos de ninguna clase, lo que genera reacciones distintas y divertidas en los miembros del grupo, algunas de las cuales logran, de manera absolutamente contraproducente, salvar la situación. Asimismo son destacables la visita a la mina iraní, la llegada al palacete de Jourdan, la negociación a todo correr por los pasillos y corredores de un artístico palacio repleto de obras de arte, y el señalamiento del hombre que, una vez solucionados los diferentes entuertos, habrá de cargar con la culpa como hombre de paja que vender a la policía. Pero el mayor valor de la película es el prisma general de típica comedia inglesa, si bien trasplantada a una escala internacional (a pesar de hallarse a los mandos un emigrado checo huido a Occidente tras la Primavera de Praga de 1968), que impregna todo el filme y que proporciona situaciones y, especialmente, diálogos dignos de aprecio. Sin embargo, algo pasada de duración (113 minutos) y de giros que complican excesivamente la conclusión, por otro lado algunos aspectos de la trama son liquidados demasiado a la ligera (como el papel de David Warner y el final de los personajes de Jourdan y Audran), con insuficientes explicaciones y dejando la trama algo coja en cuanto a coherencia y solidez. Igualmente, el romance entre Caine y Shepherd carece del desarrollo necesario, y resulta algo apresurado e inconexo.

Sin embargo, la película pone de manifiesto, no sin un más que conveniente choteo, que quienes se manejan habitualmente en las relaciones económicas internacionales de gran nivel no suelen verse coartados por barrera ética, moral o legal alguna, y que, muy al contrario, la ley, deliberadamente ambigua y manipulable, diseñada precisamente para dejar puertas abiertas a la especulación, la trampa, el engaño y el robo legalizado por los políticos que de alguna manera esperan beneficiarse de ello con su propia porción del pastel, sirve antes a sus intereses que a cualquier idea de justicia, y no digamos ya a cualquier aspecto de democracia. Entre mafiosos, bancos y políticos acomodaticios se lo guisan y se lo comen, y los humildes terminan pagando el pato. La banca siempre gana.


Cuando Banco y Mafia son sinónimos: Gigantes de plata (Silver bears, Ivan Passer, 1978)

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