Revista Arte
La belleza no es algo demasiado definible; ¿qué es, exactamente? El concepto se difumina cuando nos adentramos en sus orígenes filosóficos. Porque la Belleza fue sinónimo de bien, de ser, de bondad... Un sinónimo, una analogía, pero no exactamente lo mismo. Porque las cosas por el hecho de ser no significan que sean bellas, que posean belleza. En el Arte, desde sus inicios, la belleza ha sido un elemento necesario en su sentido final, fuese éste el que fuese (ético, social, mítico, religioso...). En ocasiones solo como un elemento más, como una parte decorativa o representativa más de lo especialmente querido expresar. Pero en otras era lo fundamental, lo exclusivo, lo único, lo expreso. Cuando la belleza es lo único que subyace en una obra de Arte la percibiremos de inmediato. Nada mediatizará la belleza en estos casos. Porque es una percepción directa, en ella no interviene ahora la reflexión o el pensamiento. Son obras de Arte donde lo representado es Belleza nada más..., y nada menos. Pero, sólo belleza. En ellas, en esas obras de Arte, a diferencia de las que precisan una reflexión o encierran un mensaje, la percepción nos llegará pronto y, del mismo modo, nos abandonará pronto. La belleza no durará más que la misma percepción abrumadora del momento. La belleza entonces nos cansa..., o nos aturde. El famoso síndrome de Stendhal tiene algo que ver con esto.
Sin embargo, necesitamos esa belleza...., aunque solo dure un momento. Pero es que, precisamente, la belleza está relacionada más con el tiempo que con el espacio. Debe durar poco. De hecho, la duración, su magnitud, es inversamente proporcional a la belleza: cuanto más duración menos belleza. Sólo la obra de Arte que extiende sus representaciones a motivos intelectuales, trascendentales, filosóficos, sociales, históricos, antropológicos, etc..., y además dispone de belleza, pueden hacer durar más ésta..., pero aparentemente. Porque la belleza estará subsumida en el sentido reflexivo de la obra de Arte. No durará más la belleza -dura lo mismo-, lo que sucede es que tardaremos más tiempo en comprenderla..., porque pensaremos, porque dedicaremos más tiempo a entenderla: la obra y la belleza. Se tardará más tiempo porque está la belleza ahora intrincada dentro de la obra representativa de Arte, porque estamos apreciando ahora otras cosas a la vez, estaremos asimilando o pensando en las diversas cosas que, iconográficamente, nos absorberán ahora los sentidos perceptores, todos ellos, los psicológicos y los intelectuales, pero también los de belleza.
Pero, cuando la belleza no es más que lo que vemos representado ahora, cuando la belleza es en sí misma lo único que veremos representado, entonces la sensación placentera nos aturde incluso, nos llegará pronto, y nos abrumará de tal modo que la querremos atrapar de inmediato -esa sensación de placer- con todas las relaciones de miradas que la propia obra artística nos ofrezca despiadada... Pero acabará muy pronto todo eso. No termina porque se agote la belleza, ésta no se agota en sí misma nunca. Termina porque somos belleza y estamos hechos de belleza, y ésta no nos descubrirá nada nuevo, sólo admiraremos ahora lo que ya sabíamos antes de su existencia. Es una admiración no un descubrimiento. Por esto mismo no interviene el intelecto aquí. El intelecto interviene cuando la belleza está relacionada ya con otra cosa. Pero cuando es única, cuando sólo la belleza está ahora detenida ante los perceptores primitivos de nuestra sensación más original, entonces es cuando la identificaremos de inmediato; y el trasvase o el movimiento de energía -como la dinámica de los procesos físicos- es directo y rápido en el ser receptor, no padeciendo más que el tiempo preciso para recordarlo. ¿Recordar qué? La belleza consustancial a nuestra vida, a nuestros primigenios principios más intrincados de nuestra esencia vital. Algo que nos es familiar y necesario, pero que poseemos en nuestro cerebro desde siempre, que no necesitaremos tiempo para acostumbrarnos o para asimilarlo pronto. Sí para admirarlo, pero la admiración durará tan poco como la poca distancia que existe ahora entre nuestro sentido visual más primitivo y el motivo radical o principal de cualquier belleza presenciada.
(Óleo del pintor neoclásico alemán Jacob Philipp Hackert, Paisaje con el palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo Joven desnuda de espaldas, 1831, del pintor neoclásico francés Alexandre-Jean Dubois-Drahonet, Colección Privada.)
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