El corazón es como un cuerpo sometido a la dieta Dukan: aguanta situaciones extremas. Hace años, cuando se puso de moda, consultó con un médico de la familia lo que parecía una plaga en su entorno y le comentó que era una locura someterse a semejante estrés alimenticio. Que el cuerpo es una máquina pensada para resistir y que claro que un hígado podía soportarlo pero no era lo más inteligente. Que mirara cómo miles de personas se autodestruyen a diario con las drogas. Y ahí siguen, en pie.
Con el corazón pasa lo mismo. Es un auténtico superviviente: ciego y sordo. Lo ve a diario. En sus amigas, compañeros de trabajo, vecinos. La gente se enamora y ya. Y aguanta tropelías, faltas de respeto por un concepto de amor malentendido que se confunde con miedo a la soledad. Ése mismo que puebla de candados los puentes de las ciudades turísticas. Pero el corazón, llega un momento que colapsa. Y tiene que hacerlo por sí mismo, la famosa venda de los ojos.
Se lo comentaba el otro día a una vecina apenadísima, ese tipo de personas humildes a las que les pasa todo. Su hijo se había ido de casa con una chica problemática, agresiva, cada dos por tres la policía estaba en casa. Broncas, gritos, escenas. La señora llora mucho. Su marido, también. No saben qué hacer. El chico no escucha. Ella le dice que sólo es el chico quien debe descubrir con quién está. Que ha de verlo con sus ojos, con los del corazón. Para que su cuerpo le diga a la mente que ya basta.
El otro día se cruzan en la escalera y ya sonreía. “¿Sabes? Ha vuelto a casa.” A veces, como la barandilla del puente des Arts de París, el corazón debe sucumbir por el peso de la carga para comenzar de nuevo y buscar alternativas más sanas de cruzar el Sena de la vida.