Revista Cultura y Ocio

Cuando el mundo nos pregunta: ¿qué más queréis?

Publicado el 19 noviembre 2017 por Elhombredelpiruli

Como dijo un afamado dramaturgo, “en el teatro cualquier cosa puede servir para cualquier cosa”.*

Eso es lo que sucede con La cocina, la obra de Arnold Wesker que el Centro Dramático Nacional pone en escena en el Teatro Valle-Inclán, en la que la cocina de un restaurante para un millar de comensales simboliza el mundo y sus miserias en una época crucial para la humanidad: la posguerra de los años cincuenta. En esa cocina, que el autor ubica en Londres, trabajan cocineros, camareros, pinches, reposteros y demás oficios de la restauración, pertenecientes a varios países (Inglaterra, Irlanda, Francia, Alemania, Grecia, Chipre, Italia…) en una especie de trasunto del mundo y sus nacionalidades. Aunque está ambientada en 1953, La cocina se convierte en una alegoría de lo que fue Europa en vísperas de la II Guerra Mundial, un avispero de intereses que desembocaron en el conflicto bélico. La obra, pese a ser coral con un elenco de 26 actores de primer orden, se fija especialmente en la relación sentimental entre un cocinero alemán (Xabier Murua) y una camarera francesa (Silvia Abascal), que a lo largo del espectáculo (una jornada en el restaurante con su comida y su cena) se enfadan y reconcilian cinco veces, hasta el desenlace que todos podíamos imaginar. Al final, es el dueño del restaurante (Luis Zahera), un decrépito italiano con aspecto de capo de la Camorra napolitana que se nos presenta como un explotador, el que regaña a sus trabajadores con una paternalista filípica que culmina con un ¿Qué más queréis? que repite varias veces hasta que se apagan las luces. Es el mundo que nos abronca por nuestras ambiciones incongruentes y nuestro egoísmo. De telón de fondo de la acción en el restaurante, el acuerdo internacional suscrito en 1953 para condonar la deuda de una Alemania arruinada y derrotada, causante de dos guerras mundiales. Recomiendo especialmente la obra a Angela Merkel y a todos aquellos que atornillan a Grecia, por ejemplo. En cuanto la puesta en escena, es una de las más complicadas y espectaculares que pueden verse hoy en día en los teatros españoles. Concebida como espectáculo circular (el público rodea el escenario) gracias a la versatilidad del Valle-Inclán, 26 actores de las 17 comunidades españolas interactúan sin parar por todo el espacio escénico sin que ninguno de ellos se encuentre nunca con tiempos muertos. La labor del equipo artístico y de Sergio Peris Mencheta, autor de la versión y director, es sobresaliente al haber sabido conjungar a tantos actores al mismo tiempo. Además, durante la obra se producen dos peculiares mannequin challenge, esa práctica que hace furor ahora en internet que consiste en grabar un vídeo con todos los personajes completamente parados, como si fueran estatuas. En La cocina no se trata de un mannequin total. La acción de repente se pone a cámara lenta o casi detenida, con los actores prácticamente inmóviles. Cada uno de los mannequin tiene objetivo muy diferente. En uno de ellos podemos contemplar con claridad la cobra que, sin ser Chenoa ni Bisbal, le hace la camarera francesa al cocinero alemán, acto que hubiera pasado desapercibido para muchos espectadores en el maremágnum de una cocina a pleno rendimiento. El otro es el choque entre el mozo chipriota (Ricardo Gómez) y una camarera, que acaba con todos los platos de sopa por el suelo. El momento es espectacular porque la escena se detiene justo cuando ambos empleados contactan y se mantiene estática durante varios segundos. El momento culminante de la obra, sin embargo, desde el punto de vista escénico, es la hora punta de la comida, con los 26 actores cruzándose, corriendo, llevando platos, fregando, encargando las comandas, gritando el ¡Oído cocina! bajo la dirección de un chef (Roberto Álvarez) bastante pasota. El espectador, además de admirar la increíble coreografía, puede volverse loco si quiere verlo todo. Dos horas y cuarto de espectáculo -en el que no faltan números musicales- que se hace corto si no fuera por la dureza de las sillas plegables del teatro, que son capaces de aplanar el más mullido de los traseros.
*En realidad, la frase es mía pero queda más elegante si se cita a un clásico.

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