Últimamente leo y escucho muchas experiencias de parto bonitas pero pocas como la mía. Y sé que somos muchas mujeres las que sufrimos por ello y las que cambiaríamos nuestra historia de alumbramiento de cabo a rabo. Cuando el parto es peor de lo esperado y deja heridas que cuesta cicatrizar, normalmente no se habla de ello. Yo misma nunca he escrito de ello, no me he atrevido. Por no contar penurias, no asustar a las embarazadas y no volver a llorar mientras lo hacía. He tardado tiempo en asumirlo, pero ya puedo decir que he superado mi trauma.
Sé que hay partos mucho peores que el mío. Muchas veces, al contarlo, me han dicho “bueno, lo importante es que el niño está bien”. Y sí, es cierto, está bien, pero eso no ayuda a cerrar la herida. Porque no salió como pensaba, no fue lo esperado, fue mucho peor. Todas las mujeres queremos y soñamos con un buen parto, vaginal a poder ser, con una dilatación rápida y mínimamente instrumentalizado. Pero en el mío se juntaron muchos factores y no salió como había imaginado.
Me ingresaron para provocar el parto por preeclampsia (aquí y aquí dos enlaces de Matronaonline que lo explica), tres semanas y un día antes de la fecha de parto prevista. El bebé venía con bajo peso y la placenta presentaba calcificaciones, así que quisieron adelantarlo para que el bebé creciera fuera lo que no hacía dentro. Un parto provocado con oxitocina es muy artificial y doloroso. Yo no lo sabía entonces y me planteé esperar todo lo posible sin la epidural, hasta que no pude más. Estando al límite de la locura aún tardaron una hora más en ponérmela porque me faltaban unos análisis. Me administraban la oxitocina a toda velocidad, para que el trabajo se agilizara por el riesgo que corríamos tanto el bebé como yo. Y entre tanto, me metían y sacaban al quirófano porque había sufrimiento fetal. En una de estas idas y venidas, ya no volví a la sala de dilatación.
El expulsivo fue terriblemente doloroso a pesar de que me pusieron varias inyecciones de refuerzo de la epidural. Hubo episiotomía, ventosa y cinco manos dentro de mi vagina tratando de girar una minúscula y escurridiza cabecita. Supe que las cosas no iban bien cuando tenía a tres ginecólogos en frente de mí y varias enfermeras, una de ellas dedicada sólo acariciarme el brazo y decirme que estuviera tranquila. El bebé salió finalmente, pero sin llorar. Se lo llevaron corriendo, blanco y sin que supiéramos si estaba bien. Al rato, cuando dejaron entrar a mi pareja por fin al quirófano (ni sabía que había parido), nos lo trajeron enfundado en un gorrito para que lo besáramos dos segundos antes de meterlo en la incubadora. Aquello no podía estar pasando.
No pude sentir las contracciones en casa y correr al hospital con el bolso, como hacen la mayoría. No hubo un parto maravilloso, fue una máquina la que dirigía a mi cuerpo y muchísimos sustos y carreras. No hubo piel con piel, ni ponerle al pecho, ni sentir su cuerpecito, nada. Y aún me quedaba lo peor: la placenta se había roto dentro y había que sacarla a mano. Así lo hicieron, y entre dos personas. Aquello fue como un segundo parto y casi más doloroso que el primero. Hasta el tercer día no dejé de sentir dolores en la tripa y pude levantarme de la silla de ruedas, aunque el suelo pélvico se me quedó muy debilitado.
Sé que hay partos peores. He ahorrado detalles en los que me recreaba por las noches. Tenía pesadillas y lloraba en la cama por todo el sufrimiento, por la separación con mi hijo, porque no pude ponerle al pecho hasta el cuarto o quinto día, y porque no pude bajar a conocerlo hasta varias horas después de que naciera. Pero me volqué en mi pequeñín y en conocerle a fondo para restablecer un vínculo que se nos rompió en el parto. Con muchos brazos, cariños, canciones y pecho nos conocimos y pudimos volver a conectar. Me demostré que, a pesar de un mal inicio, era la mejor madre que podía ser para mi chiquitín. Quizá por esta experiencia me centré en una lactancia que parecía imposible, pero que por mi cabezonería, terminó funcionando.
He tardado algo más de un año en superarlo. Aún hoy lloro al hablar de mi parto (cuánto necesitamos las mujeres hablar de ello), un parto en el que es de justicia decir que estuve perfectamente vigilada, que me trataron con cariño y en el que conté con la ginecóloga más volcada que se puede tener y con la matrona más dulce del mundo. Nunca imaginé que podría tener la fuerza que saqué para afrontar aquel dolor. Suerte que estuviera acompañada también de la mejor pareja que se puede tener.
De los malos parto de sale. Llega un momento en el que hasta se deja de sentir envidia y angustia cuando otras madres cuentan sus partos de libro (porque los demás partos, aunque haya alguna complicación, parecen de libro). Hay que darse tiempo, mucho tiempo, y hablarlo con personas que escuchen sin opinar y sin dar un tonto consuelo. Porque no vale con un “bueno, pero estáis los dos bien y eso es lo que importa”.