Aquí tenemos al gran Cary Grant dejándose las articulaciones en plena efervescencia danzarina al estilo escocés en la deliciosa Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958), magnífica comedia romántica, coprotagonizada por la no menos grande Ingrid Bergman, que responde adecuadamente a lo que constituye la esencia del género, esto es, el choque amoroso de dos personalidades antagónicas, a priori con objetivos e intereses contrapuestos, y que se enfrentan, a través de situaciones agridulces que combinan humor y drama, al triunfo de sus mutuos sentimientos. En este caso, todo ocurre bajo la batuta del gran maestro del musical Stanley Donen, y ese amor del director por el musical impregna de algún modo todo el metraje en cuanto a estilo, composición de planos y secuencias, ritmo y, obviamente, el magistral tratamiento de la descacharrante escena en la que Grant se deja llevar, de manera un tanto incoherente respecto a lo que su personaje ha reflejado en los minutos previos, por los alegres acordes de la tradicional música de las Highlands.
Anna Kalman (Bergman) es una célebre actriz ya madura que está viviendo una crisis personal. El desencanto que le produce su soledad le priva del estímulo y de la pasión de la interpretación, por lo que vive sus días entre Mallorca y su casa de Londres. Sus últimos intentos por entablar una relación sentimental han fracasado, y se encuentra ante una desoladora perspectiva de envejecimiento en soledad, sin que la compañía de sus grandes amigos, los Munson, Alfred (gran Cecil Parker) y Margaret (Phyllis Calvert), le sirvan de consuelo. Ellos se empeñan en lograr que haga vida social, que no pierda la esperanza ni la alegría, pero cada vez lo tienen más difícil. Eso, hasta que una noche Alfred acude al piso de Anna junto a Philip Adams (Cary Grant), toda una personalidad de los negocios internacionales que Alfred, empleado del Gobierno británico, quiere reclutar para la OTAN, y al que pretende agasajar durante el breve tiempo que pasa en Londres. Lo cual incluye la impartición de una conferencia y una cena institucional para la que Anna, que en seguida se ha encandilado del buen mozo, resulta la acompañante más adecuada… Desde ese instante, la atracción mutua se convierte en amor, y las barreras entre ambos, sin embargo, no dejan de crecer: Philip vive en París y Anna en Londres; él no tiene ninguna intención de aceptar ese empleo en la OTAN, y ella, que ha vuelto a actuar, debe salir de gira; o, el más importante: él está casado y, aunque está tramitando el divorcio, los trámites en Estados Unidos se están alargando demasiado…
La película de Donen, esquemática en cuanto a planteamiento, como corresponde al género, cuenta como mejor baza con unos intérpretes sublimes: Bergman está espectacular en su madurez, ya a punto de pasar a un segundo plano en cuanto a importancia y relevancia en Hollywood (desde entonces espaciaría mucho más sus apariciones cinematográficas, a veces con directores de poco renombre y en proyectos de escasa trascendencia, hasta volver por la puerta grande gracias al otro Bergman, Ingmar, en la producción alemana Sonata de otoño, de 1978), y Grant explota a fondo la cumbre de su mejor momento profesional (por decir algo, porque ese “mejor momento” llevaba prolongándose veinte años, y todavía duraría un lustro más), justo antes de alzarse definitivamente con la obra maestra Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), en un papel con ciertas similitudes al de Philip Adams de Indiscreta. Ambos despliegan un recital de humor y sensibilidad para componer dos personajes sólidos y creíbles, imperfectos seres humanos que atesoran múltiples defectos y debilidades, pero cuya fortaleza y determinación en momentos puntuales resulta imbatible. Junto a ellos, los Munson, funcionan como espejo y contrapunto: el matrimonio veterano que se las sabe todas, a la vez cómplices y antagonistas, que sobreviven con humor y sarcamos a los pequeños desencuentros diarios. Especialmente, las apostillas irónicas de Alfred a casi todo lo que ocurre resultan especialmente apreciables, muestra perenne del llamado “humor inglés”.
Si bien el ambiente exclusivo de restaurantes, hoteles y salones de alta aristocracia en el que transcurre la historia (el Londres contemporáneo de finales de los años 50 y principios de los 60) queda reflejado con un estilo académicamente clásico, por momentos incluso teatral, que se aparta absolutamente del bullicio cultural y contracultural de la ciudad en aquellos tiempos, y por tanto resulta ya un tanto caduco para el cine que empezaba a hacerse tanto en Hollywood como fuera de él, la cinta resulta plenamente disfrutable por el combate interpretativo entre sus protagonistas, y por las evoluciones de una historia que, claro está tratándose de una comedia romántica, tiene que acabar bien (suponiendo que el hecho de que la pareja acabe junta suponga un final feliz, cosa que, viendo a los Munson, cabría, por lo menos, discutir). Lo importante en ella es asistir al proceso por el cual los distintos obstáculos van siendo derribados o esquivados, o a veces obviados tras haber chocado contra ellos, a cómo las distintas capas de las que los personajes se recubren para limitar su vulnerabilidad se van cayendo y va descubriéndose otra personalidad distinta, más sencilla, más humilde, más humana. Ésta, que es la gran virtud del género cuando se hace bien, se ha perdido en buena parte en las comedias románticas de hoy en día, convertidas en simple acumulación de clichés adolescentes, en meras prolongaciones de capítulo de serie televisiva protagonizadas por cuarentones que interpretan a treintañeros que se comportan como quinceañeros, y en la que el gag visual, por lo general escaso y deficientemente tratado, suele primar por encima del tratamiento serio y dramático de personajes y situaciones que puedan subvertirse mediante el humor y la comicidad (generalmente ausente en estos tiempos, o demasiado boba cuando no lo está) de sus protagonistas.
Donen ofrece una clase magistral de lo que supone amoldarse al género de la comedia romántica, y lo hace siendo fiel a su estilo, entregándose a unos actores que adaptan a sus respectivas personalidades la historia escrita por Norman Krasna, y que deambulan por unos escenarios grandiosos y exclusivos propios de los musicales de Donen tratados con la colorista y expresiva fotografía de Freddie Young, sombría cuando las nubes amenazan a la pareja, y luminosa y alegre cuando la felicidad -o lo que sea- triunfa. Pero, especialmente, la película es recordada por el despliegue coreográfico de Cary Grant, insistimos, de forma un tanto anticlimática respecto a la seriedad y gravedad con la que el personaje se conduce durante casi todo el metraje, y que es la única payasada que se permite. Además de ofrecernos a un Gran espléndido y en plena forma, física y cómica, retrotrae inevitablemente a sus grandes personajes en la screw-ball comedy de décadas atrás. Y es que no perdía la compostura ni la elegancia ni siquiera para hacer reír o al ponerse en situaciones ridículas. Por eso para algunos Cary Grant es el más grande actor que ha dado el cine. Sólo por este momento, Indiscreta merece visionado y recuerdo, y Grant, imperecedero homenaje.