Revista Insólito

Cuando la mente padece el síndrome de Estocolmo

Por José Luis Ferreira
Cuando la mente padece el síndrome de Estocolmo

Linus Carl Pauling fue un premio Nobel por partida doble, recibió el de química y el de la paz. Una mente preclara e inteligente que, sin embargo, se obcecó con la idea de que sobredosis de vitamina C eran poco menos que una receta para la vida sana y longeva.

A Luc Montagnier se le otorgó el premio Nobel de medicina por identificar y aislar el virus del SIDA, pero luego se puso a defender la memoria del agua sin mínimas evidencias que poder presentar ante la comunidad científica.

Más cerca de nosotros, Fernando Savater, referente moral y político para muchos, de pronto defiende las corridas de toros cayendo en todas las falacias frente a las que se avisa en cualquier curso de filosofía.

Javier Marías, azote de las malas costumbres españolas en artículos mordaces que nos ofrece cada semana, pasa a defenderlas cuando se trata de la prohibición de fumar en lugares públicos, sin importarle que los países más avanzados y libres nos lleven también la ventaja en esto, para felicidad de la inmensa mayoría de fumadores y no fumadores de esos países, incluidos los fumadores españoles que viven en ellos.

Todos conocemos a gente inteligente y perfectamente racional en su vida y en su trabajo que luego pierde la cabeza cuando se trata de la astrología o el Feng Shui. O gente que en su país jamás toleraría un abuso de poder y lo justifica en la Cuba de los Castro o en el Chile de Pinochet. Todos tenemos amigos o familiares queridos que son ejemplo de personas con los pies en el suelo y que piden pruebas de todo tipo para elegir coche, buscar un colegio o incluso aceptar una proposición científica, pero que luego no tienen remilgos en seguir la fe de alguna religión, e incluso retorcer todo tipo de argumentos para defender su particular mitología.

Todos conocemos de pocos temas y, en la mayoría, seguro que aceptamos muchas afirmaciones que no han sido puestas a prueba. Algunas las aceptamos porque creemos que sí están probadas. Tal vez sean cosas que aprendimos de niños o que nos han llegado de fuentes que creíamos fiables y que se nos han quedado grabadas en la mente como ciertas.

Lo malo no es estar equivocado. Todos lo estamos en muchas cuestiones. Lo malo es no darnos cuenta del error cuando la evidencia se pone delante de nuestras narices. En ese momento nuestra mente está secuestrada por esa idea, que intentamos defender y justificar como justifican a sus secuestradores los que sufren el síndrome de Estocolmo. Si eso le pasa a un premio Nobel o a un reconocido filósofo, con más razón nos puede pasar a nosotros.


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