El jueves fui a cenar a casa de mis padres. Mi padre estaba viendo un informativo en el que, obviamente, las movilizaciones en Catalunya eran el tema estrella. Nos pusimos a comentar la situación, y él, que durante toda su vida laboral fue muy combativo, pero que ya hace tiempo que se muestra escéptico ante los conatos de cambio social que cíclicamente amagan con el «ahora sí», me dijo: «Se está moviendo algo. Hasta ahora las manifestaciones independentistas eran como una rúa de carnaval, pero por fin parece que hay gente que no se conforma, que ha perdido el miedo».
Unos cuantos contenedores en llamas, y la alarma de la violencia descontrolada se extiende como la pólvora. «Los violentos toman las calles». Sí, visten uniforme, llevan casco y demuestran una gran pericia en el uso de la porra y los proyectiles revientaojos y testículos.
Pero claro, lo que nos hace llevarnos las manos a la cabeza son los contenedores ardiendo. Lo otro es la consecuencia indeseada del uso necesario y proporcionado de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad (dependientes de la administración que sea, son todos iguales) para devolver la paz a la ciudad y que la gente de bien pueda dormir tranquila.
Es tremendo cómo hemos interiorizado el relato de la comodidad, cómo hemos borrado de la memoria aquellas movilizaciones de las que a nadie se le ocurría cuestionar la legitimidad de la autodefensa. Y no me remonto a la dictadura, qué va. Hace siete años los mineros asturianos defendían sus puestos de trabajo enfrentándose a la policía y a la guardia civil con lanzacohetes y, por supuesto, con la cara tapada, capucha, y recurriendo a las barricadas en llamas. «En una manifestación pacífica no consigues nada. Te cierran las carreteras, te cierran las calles, te escoltan… Se acabó. Dos horas, que es lo que te conceden, y ¿luego qué haces? Nada», reflexionaba uno de los mineros en lucha. Supongo que algún cafre se atrevería a llamarlos terroristas. Os recomiendo que veáis completos los cinco minutos que dura el vídeo.
Las movilizaciones en Catalunya muchos las siguen asociando exclusivamente al independentismo, y, ciertamente, las marchas multitudinarias que este viernes han confluido en Barcelona estaban compuestas en buena parte por lo que podríamos denominar el independentismo oficialista, ese que continúa creyendo en el unicornio del procés, el que en un día cercano hará efectiva la República Catalana gracias a la audacia de sus líderes políticos.
Sin embargo, algo está cambiando. Yo también lo creo. El desencadenante, resulta obvio, han sido las grotescas sentencias contra los presos políticos. Soy de los que piensan que el escarmiento estaba cantado desde el minuto uno de la no declaración de independencia, aunque fuera todo una farsa lamentable y aunque esos políticos merecieran el más duro castigo, pero no por parte de la (in)justicia, sino de sus votantes, los principales engañados. Merecían la vergüenza y quedar apartados de la política de por vida por su incapacidad y su carencia de honestidad. Pero no la cárcel. La mentira es uno de los complementos de serie en la política, históricamente incluso uno de los más jaleados por esa extraña especie animal carente de memoria y dotada de unas tragaderas asombrosas. Votante la llaman.
Queremos creerles. Necesitamos creer que en realidad no son mentiras lo que vomitan, sino estratégicas reconsideraciones ideológicas a las que se ven obligados por lo imprevisible de los acontecimientos. Muchos independentistas necesitan creer que no han estado jugando con sus ilusiones, que sus líderes están condenados porque España es un estado fascista que les ha impedido crear una república de luz y de color.
A mí, que la iconografía procesista y sus performances carnavalescas me repelen tanto como las performances patriótico españolistas, la sentencia contra los políticos catalanes me ha indignado muchísimo, por esperada que fuera. Y por alejado que esté de la falsa ilusión de ese nuevo estado que, en el contexto capitalista depredador que lo domina todo, reproduciría las mismas lógicas de poder que cualquier otro, no puedo hacer otra cosa que solidarizarme con las víctimas de la injusticia.
El procés sigue coleando, y se resiste a dejar de escribir el relato en Catalunya, aunque cada vez lo tiene más complicado porque, esto es lo que extraigo de la observación de las movilizaciones de estos días, cada día que pasa aumenta la cantidad de independentistas que ha dejado de sentirse representada por unos dirigentes campeones del mundo en mediocridad. Es decir: las manifestaciones motivadas por la sentencia del Tribunal Supremo (la venganza del estado) ya no persiguen la consecución de la República Catalana, sino que, sobre todo, son una expresión de hartazgo e indignación.
Los manifestantes (o buena parte de ellos) son muy conscientes de que la independencia ya no es un objetivo factible porque no cuentan con dirigentes capacitados para llevarlo a cabo. Están tan cabreados con el estado español como con el gobierno catalán, y el cabreo va en aumento como resultado del salvajismo con el que se están empleando tanto la policía nacional española como los mossos d’esquadra. Desde mi punto de vista, las barricadas en llamas y las pedradas son la reacción de grupos cada vez más numerosos de, sobre todo, jóvenes hartos de recibir palos, de los polis, pero también de una sociedad donde la violencia está absolutamente institucionalizada. Se violenta al débil, se le criminaliza, se le aparta, se le condena a la invisibilidad.
Y claro que son movilizaciones independentistas, pero no sólo, insisto. Quienes se emperran en el discurso trasnochado de «son burgueses, hijos de papá, insolidarios con las clase trabajadora del resto de España, teledirigidos por Puigdemont» me temo que van perdidísimos. Al procesismo le aterra lo que está pasando cada noche en Barcelona. «Ni un paper a terra» es el lema de sus movilizaciones ejemplares e inofensivas. Son los primeros interesados en acotar la violencia a una minoría de vándalos, los famosos anarquistas griegos e italianos, tan terroríficos como la chica de la curva.
Unas noches más de violencia callejera le vienen bien a toda la derecha española, desde el PSOE a VOX, para desacreditar definitivamente al movimiento independentista y agitar el anticatalanismo en campaña. Siempre que sean enfrentamientos controlados, claro. El peligro sería (para el sistema, se entiende) que la agitación (llamarla revolución, ni siquiera incipiente, me parece muy osado) se extendiera al resto del territorio. Las muestras de solidaridad se han hecho visibles en muchas ciudades españolas, cosa que también descoloca a buena parte de los independentistas nacionalistas, els convergents de tota la vida, herederos de la Lliga Regionalista de Cambó, que consideran el ser catalán un don divino y que todavía se resisten a creer que sus mossos les puedan pegar (hay quienes siguen cacareando que se trata de «ñordos» españolistas infiltrados).
La «rosa de foc» rememoran algunos. En 1909 Barcelona vivió un periodo revolucionario conocido como la Setmana Tràgica, motivado por el envío de reservistas a la guerra en Marruecos. Las clases pudientes se libraban del alistamiento pagando una dispensa, de manera que la carne de cañón la conformaban (oh, qué sorpresa) los hombres de clase trabajadora, dejando sin sustento a miles de familias. Aquella rebelión fue impulsada en buena parte por las mujeres pobres. Las prostitutas, por ejemplo, organizaron la defensa en algunos barrios, y una vez acabó la represión sangrienta, fueron procesadas en consejo de guerra. Durante varios días, Barcelona y varias ciudades del entorno protagonizaron una revolución de clase, que algunos pretendieron vender como nacionalista, pero de la que los políticos, y en especial los nacionalistas, se desentendieron rápidamente. Sólo algunos dirigentes republicanos vieron en aquella explosión de hartazgo la oportunidad de poner fin a un régimen putrefacto, pero sin implicarse de lleno, porque, como ocurre hoy en día, si algo no lo pueden controlar, prefieren condenarlo.
Como decía, la represión gubernamental fue brutal. Acabó con más de cien muertos, cientos de encarcelados y cinco ejecutados, entre ellos, el humanista Francesc Ferrer i Guàrdia, padre de la escuela moderna, a quien la iglesia, la Lliga Regionalista y el stablishment en general le tenían ganas por atreverse a difundir una educación laica que alentara el pensamiento crítico. Aunque no había tenido un papel significativo en la revuelta, y pese al movimiento internacional en contra de la sentencia, el régimen no tuvo piedad.
La rosa de fuego de estos días es un chiste malo comparada con aquello. En Chile, por ejemplo, en paralelo a las movilizaciones de Barcelona, el encarecimiento del transporte público ha sido el detonante de una oleada de protestas que, entre otras cosas, hace unas horas incendió la sede en Santiago de la principal compañía eléctrica del país.
Sin embargo, la gente de orden en España está preocupada. También en Catalunya y en Barcelona. Muchos independentistas lo están, la mayoría. Condenan la violencia. Todos lo hacemos. Nos escandalizan las barricadas en llamas, las pedradas contra la policía. A mí también me incomodan, por mucho que el corazón me pida una revolución de verdad. Admiro el inconformismo de esos chavales y chavalas que han perdido el miedo a la represión, que se enfrentan a los nazis que campan a sus anchas armados con barras de hierro y cuchillos, cuyo arrojo nos retrata a todos los que nos escondemos tras un teclado.
Y me asquea la capacidad de tantísima gente, muchos que se consideran de izquierdas, para hacer la vista gorda ante la impunidad policial. No, no responden a los violentos. Son ellos quienes provocan la violencia. La llevan en la sangre. Uno no se mete a antidisturbios si no disfruta machacando cráneos. Quien recibe los palos tiene tres opciones: aguantar, irse o defenderse. La novedad estos días es que muchos han optado por defenderse.
Y esto, reitero, incomoda a la mayoría porque amenaza nuestra estabilidad… la de quien la tenga. Preferimos soportar unas condiciones de vida que sabemos injustas, pero que nos permiten cierta comodidad dentro de la lógica capitalista, a arriesgarnos a cambiarlo todo. Lo entiendo, porque por muy revolucionario que parezca escribiendo, yo también lo hago, aunque no le tema a los contenedores en llamas, sino a recibir los palos de la policía y a la facilidad con la que uno puede acabar en la cárcel.
No sé cómo acabará todo esto. Lo más probable es que en nada. Habrá unos días más de protestas, muchas detenciones y represión en forma de procesos judiciales desproporcionados contra algunos manifestantes. La violencia policial quedará impune, como siempre, y el 10 de noviembre los políticos volverán a camelarnos con sus mentiras para que confiemos en ellos para construir una sociedad más justa y avanzada, una España envidiada en el mundo, o, ahora sí, el ansiado paraíso de libertad que será la República Catalana (con diputados independentistas en Madrid, por supuesto).
Creeré que algo está cambiando de verdad si el 10 de noviembre las elecciones las gana la abstención.