Cuando siempre has estado en uno de los lados en la relación médico- paciente y, de repente, la vida te pone al otro lado, tomas consciencia de que todo se ve diferente.
A mí me ha pasado recientemente, tengo una enfermedad crónica. A pesar de que siempre he tenido fama entre mis compañeros de “ponerme de parte del paciente”, de que mi máxima preocupación sean siempre ellos, su bienestar y no “su enfermedad” (entre otras cosas porque no los he considerado nunca “enfermos” ni he tratado sólo “enfermedades”, sino personas), me he dado cuenta de que se necesita mucho más cuando estás en ese otro lado.
Tal vez, cuando acabamos la carrera no sólo debiéramos hacer una especialización, quizás la mejor manera de desarrollar verdaderamente la empatía con nuestros pacientes fuera tener una enfermedad crónica durante un tiempo limitado (vaya paradoja). Puede sonar cruel, pero también puede ayudarnos a saber cómo nos ven ellos, nuestros pacientes, desde el otro lado de la camilla.
En esos momentos, el mejor medicamento no es el fármaco que lucha contra tu enfermedad, sino el saber que un profesional te está cuidando, se está preocupando por ti y te va a ayudar en todo el proceso (hasta que te recuperes completamente o hasta que hayas aprendido a adaptarte a las deficiencias o secuelas que te van a acompañar el resto de tu vida). Esto no se estudia en una universidad, ni siquiera se adquiere con muchos años de ejercicio profesional; me temo que sólo se consigue si alguna vez has formado parte del otro lado, el de la soledad de las salas de espera, el de la incertidumbre del diagnóstico, el del miedo a los efectos secundarios del tratamiento…el de los pacientes.