Érase una vez un país lejano, muy lejano… Tan lejos estaba que el viento llegaba cansado y las nubes tan exhaustas que apenas tenían fuerza para llorar. En ese país, los encargados de gobernar también parecían cansados y no gobernaban: se limitaban a empollar los mandamientos de un dios cruel y artificial para vomitarlos luego sobre el pueblo perplejo, al que se había inoculado la idea de que eran la única alternativa al caos. Aquel país tenía miedo de salir de la rueda que giraba sin parar. Por eso abrazaba los preceptos neoliberales como el alumno más aplicado, aun sabiendo que eso implicaba su ruina y la pérdida irremediable de su juventud. Aquel país lejano parecía cobarde, pero era sólo el oscurantismo y el miedo de sus dirigentes a caer lo que lo hacía así. El pueblo llano siempre había sido valiente y había sabido reinventarse aun antes de que este verbo se pusiera de moda.
Así, protestaban contra los recortes en sanidad, en cultura, en educación o en ciencia porque todas ellas debían cimentar un crecimiento posterior que seguro se iba a producir. Sin todo lo que ahora se castraba sin criterio no habría esperanza y por eso se rebelaban contra los miopes que no lo veían pero tenían el poder para destruirlo. También se reían, no sin cierta preocupación, de una iglesia que se quedó en las cavernas pero que se apuntaba al carro de la ignominia cuando le convenía. El ministerio de Medio Ambiente se confundió y se creyó el de Fomento, la justicia fallaba de forma incomprensible y las colectas de algunos individuos decididos suplían la necedad y miopía de esos políticos-títere mostrando una sensatez que podría calificarse como fuera de lo habitual porque, en aquel país tan lejano donde apenas llegaba el viento, lo habitual era un Vuitton.
Advertisement