¿Cuándo fue la última vez que bailaron? Espera sinceramente que fuera ayer. Y si les pregunta ¿cuándo fue la última vez que bailaron bajo la lluvia? La cosa cambia. Porque mojarse bajo la lluvia no mola. Es un engorro, molesta, sólo existe en las películas. En cuanto caen dos gotas, todo el mundo corre a refugiarse, las señoras septuagenarias se arrean una bolsa del súper en la cabeza y el tráfico se colapsa.
Hace tiempo que circula por la Red la reacción en vídeo de una niña que experimenta la lluvia por primera vez. Ríe, juega, se moja y huye de los brazos de su madre, mirando hacia arriba, con curiosidad y agradecimiento, para repetir el ritual de exponer su cuerpecito al milagro de la lluvia. Probablemente, usted reaccionó así la primera vez que se sintió esas gotas sobre la piel y ahora tuerce el gesto cuando el cielo se abre. ¿Qué nos pasa? Ocurre lo mismo con el baile.
Un reciente experimento ha pretendido determinar a qué edad nace la vergüenza. Se congregó a unos cuantos niños de cuatro años en una habitación, el profesor salió con una excusa y se les puso música. ¿Qué ocurrió? El 100% de los niños acabaron bailando. Porque el baile es en sí mismo una vía de expresión.
Misma prueba, diferentes niños. Esta vez de ocho años, el porcentaje de niños bailando se redujo al 46%. Misma prueba, con peques de once. Sólo bailó el 4%. Resulta increíble que a los ocho años los mecanismos de la desaprobación ya se pongan en marcha y que con once, nos paralicen casi por completo.
Afortunadamente aquello de lo que piensen los demás sobre una se cura con la edad. Es cumplir setenta y algo pasa con los pies y los pasodobles. Se vuelve a bailar en cualquier situación, en cualquier lugar. Incluso bajo la lluvia. Y con bolsa en la cabeza.