La crisis está teniendo un efecto perverso en la gente que podría calificarse de normal, en esa buena gente que saltó a la gran pantalla sin proponérselo de la mano de Manuel Summers en Todo el mundo es bueno (1982). Ahora, 30 años más tarde, se han convertido en okupas, ilegales en su propia casa. Sólo en los tres primeros meses de este año, han sido desahuciadas un total de 15.491 familias, pero no se van: se quedan bajo ese techo que ya no es suyo porque no tienen otro sitio adónde ir. Todo un ejército de desesperados en estado puro contra la pared, atrapados en una situación a la que nunca se tendría que haber llegado porque no ha habido un efecto sorpresa. La cifra se suma a las 249.281 ejecuciones hipotecarias registradas el año pasado y los analistas prevén que este año se intensifique el flujo de los nuevos pobres sin techo.
La cifra de desahucios pone sobre la mesa la desaparición de esa saludable clase media que, durante el siglo pasado, encumbró la sociedad de consumo a panacea de crecimiento y prosperidad. Pero el flujo de dinero fue desviado de su cauce natural, se construyeron diques y esclusas faraónicos para equilibrar y controlar los niveles, el mercado se iba regulando y los embalses almacenaron agua mientras los campos languidecían. Agritados y rotos al fin, sus aguas antes estancadas y pútridas están inundando esa tierra llana hasta espesar el mar, un mar sin fondo demasiado espeso para mantenerse a flote sobr él. Muchos navegan en trasatlántico sin que les salpique la espuma de las olas con sus gotas tóxicas, pero son los menos. Cada vez más personas lo hacen en patera errante, a expensas de la marea. Cuando les reclaman su patera por impago, se vuelven okupas, supervivientes.