Revista Opinión

Cuando un tren es algo más que un tren

Publicado el 05 enero 2015 por Vigilis @vigilis
El tema es que en año electoral se van a conectar no sé cuántas ciudades por AVE. Hay gente que está a favor y hay gente que está en contra. Las similitudes con la polémica de la tortilla de patatas con o sin cebolla son evidentes. Pero supongo que al tratarse de infraestructuras públicas, el debate merece al menos unas líneas.
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Creo que es evidente que hoy existe una mayor preocupación sobre el gasto público que antes de la crisis, cosa que sin duda es buena. Por ello, cuando un político gordito promete hacer una línea de alta velocidad, la gente se pone en alerta. Ya hemos visto más casos de estaciones en medio del desierto y de aeropuertos fantasma de los que nos gustaría reconocer. Mi aproximación al tema, por tanto, no es muy diferente a la común entre los peatones: cada euro cuenta, no hagáis barrabasadas, etc.
Muchas veces al debatir sobre el gasto en infraestructuras públicas de transporte, se habla de la rentabilidad económica del proyecto en cuestión. Es lo que os decía el otro día sobre el asesinato del siglo XX: hoy el debate político se reduce a un sumatorio en una hoja de Excel. ¿Será esta línea de AVE rentable? ¿Cuánto se tardará en amortizar? ¿No hay alternativas más baratas? Todas esas preguntas me parecen legítimas y yo las comparto. Pero aunque yo no pueda desgajarme del actual consenso de concebir la política como una mera discusión contable, trato de ir más allá y me pregunto por otro tipo de costes y beneficios que no se pueden contar con unidades monetarias.

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El futuro iba a molar. Ahora ya no mola tanto.

El caso de las líneas de ferrocarril es tal vez el ejemplo más usado por la academia para explicar cuáles son los límites de la acción privada y dónde comienza la necesidad de un estado proveedor de servicios. Y resulta paradójico que esto sea así, pues en origen los ferrocarriles estaban todos en manos privadas. Supongo que cuando Cornelius Vanderbilt era el dueño de las líneas de ferrocarril que conectaban Nueva York y un día decidió bloquear la ciudad, alguien pensó que tenía que buscarse la manera de que la autoridad pública pudiera regular un servicio que afecta a un amplio público y que por lo tanto tiene una larga lista de externalidades que afectan a terceros.
Las líneas de ferrocarril, aun en sus comienzos privados, fueron surcos por los que transitó eso que llaman algunos "comunidad de intereses compartidos". El estado moderno tardaría mucho más en madurar de no ser por inventos que se popularizaron justo cuando debían popularizarse: tren, telégrafo, la iluminación nocturna de las ciudades, etc. El tren ha constituído algo más que un mero medio de transporte a lo largo de dos siglos. Prueba de ello es que incluso hoy en día hay países que se definen por sus líneas de tren. Es el caso de Rusia, India, Suiza o Japón.

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Hemos cometido el error de regalarles la idea del tren a los comunistas.

El tren es probablemente el único medio de transporte que nunca ha pasado de moda. Es feo con el paisaje, muy complicado de cambiar su trazado, y las estaciones urbanas siguen exactamente donde se levantaron hace cien o más años porque es excesivamente farragoso cambiarlas de sitio. El tren sin duda tiene muchos puntos en su contra: no es el medio más rápido ni tampoco el más práctico (tienes que ir antes a una estación para coger el tren y como no tienen aparcamiento, probablemente tengas que coger un asqueroso taxi).
Pero en los países donde la revolución industrial tuvo lugar cuando tenía que tenerla, el tren ha estado ligado a la propia evolución de esos países. Y no hablo de la evolución tan solo en términos económicos. Hablo de la creación del estado-nación, hablo de la organización de la sociedad y hablo también de la velocidad a la que se expandían ideas, personas y nuevos productos. Para millones de europeos de comienzos del siglo XX, una línea de tren era el testimonio de la presencia de un mundo mucho mayor que la aldea primordial. El tren no sólo hablaba de modernidad, sino que era la constatación de la existencia de otras personas muy diferentes. Y pese a las diferencias, la constatación de formar parte de un todo mayor. Un todo mayor en el que la autoridad ya no era Don Segismundo con su vara y donde el único que podía leer las cartas ya no era Don Faustino, el párroco.

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Roma Termini.

El tren ayudó a que la gente saliera de su aldea primordial, convirtió a villas del interior en ciudades costeras. El aumento del capital humano resultado de la mezcla y el intercambio fue exponencial y a él le debemos buena parte de nuestra prosperidad actual. Ese capital humano es imposible meterlo en una hoja de Excel.
Pero no sólo las ideas y los bolsillos se vieron beneficiados por el ruidoso y humeante tracatrá del tren, también el sentido de pertenencia a una comunidad. Mantener conectada a la gente —aunque esta gente no se mueva, basta con ver la parada y la línea del tren— fue un nuevo abandono del particularismo para abrazar el universalismo. El tren fue el latín de nuestros abuelos. El tren fue el instrumento que ponía en comunicación e igualaba a comunidades muy alejadas.

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Gare du Nord, París.

Hoy en día todo el mundo tiene claro que hay viajes en los que el tren no puede competir con el coche o el avión. El mejor ejemplo lo tenemos en el país desconocido: la crisis portuguesa se llevó por delante su tren de alta velocidad. Todo él. Adiós. El coste estimado por pasajero y kilómetro de Porto-Lisboa y Madrid-Lisboa era similar al del billete de avión. Claro que con las obras ya empezadas al final hubo que pagar sin tener tren. En España el caso no es tan miserable —en general la crisis en España no es tan horrible como en Portugal, donde está repuntando la tuberculosis— aunque frente a quienes quieren cerrar líneas ya comenzadas, alguno alerta de que eso también cuesta dinero.
Ir más allá del cálculo económico al hablar de gasto público nos lleva a un debate político sobre el fin de ese gasto. Si la política fuera el resultado de una hoja de Excel, el sueño comunista habría triunfado. El gasto público por lo tanto (el gasto público en trenes, no lo que hace el mezzogiorno andaluz) tiene un fin diferente al que tiene el gasto privado no altruista. Cuando un estado traza sus líneas de tren y sus autopistas, está trazando las vías por las que llega ese mismo estado y el resto de los habitantes a todas las casas y empresas. Está conectando aldeas primordiales. Retraer estas líneas de tren y volar viaductos supone la reaparición de las aldeas primoridales y el regreso al particularismo.

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"El tren" (1964). Con este fotograma ya sabemos de qué va la película.

Sé que hoy en Europa la reacción nacionalista está de moda (sólo hay que mirar a Francia o a Holanda) y frente a ella solamente se le puede oponer esa idea de los intereses compartidos, ese sentirse parte de una comunidad más amplia. Cuando el estado, que es lo único de lo que todos formamos parte, conecta líneas de ferrocarril y carreteras, está haciendo algo más que tender catenarias y echar chapapote sobre descampados. Está haciendo algo más que robarte el fruto de tu esfuerzo y expropiar perales. Está diciendo que tú formas parte de algo más grande. Una línea de AVE es hoy lo más parecido a ver al FBI entrando en una reunión del Klan.
Claro, esto nos lleva a una discusión más amplia sobre el fin último del estado. El estado, en occidente, es una cosa tan gorda, que su capacidad de hacer el mal es infinita en comparación con la capacidad de hacer el mal de tu vecino que juega con canicas a las tres de la mañana. Frente a quien rinde pleitesía al estado por ser estado, hay que pensar en ir más allá. Hay que pensar por ejemplo qué rol desarrolla el regreso al particularismo que está viviendo Europa en estos momentos. Hay que hacer frente también a la corriente irracionalista cuya moda desde Rabindranath Tagore parece no tener fin. Por eso, el tren, como una máquina que exige una ingeniería y que es hijo de la física y de la matemática, como una máquina además que conecta —y lo hace de forma visible, no como la fibra óptica, que no vemos— es uno de los últimos muros de contención de lo malo que tiene occidente.

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La típica diputación provincial de la meseta.

Vuelvo a la cuestión del estado. Al problema que plantea el estado. Zonas con población rural muy dispersa, bus escolar. Un bus que hace 1.000 kilómetros al mes para llevar al cole a cuatro niños. Entre bus escolar, ambulancia y correos, sale más a cuenta pagarles un alquiler en la ciudad a esas familias. ¿Seguimos buscando tan solo la eficiencia económica en el gasto público o aceptamos que hay otras cosas?
Sí, sé que plantear esta pregunta conlleva un problema: polideportivos, centros de interpretación de la almeja furibunda y rotondas con esculturas horribles en todas las aldeas. Palacios de diputaciones provinciales, acarreo de votos e infinita infelicidad. Por eso tal vez sea una buena idea volver a plantear los fines del estado. Preguntarnos qué queremos que el estado sea cuando sea mayor.
Comunismo infinito:

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