El visionado de esta cinta alemana de Christian Petzold remite casi desde sus primeros instantes, y si nos limitamos a la apariencia, a lo meramente superficial, al francés Éric Rohmer: un grupo de personajes, reunidos en una casa de campo rodeada de bosques y próxima a la costa báltica, conviven, comen, cenan y beben, conversan, se cuentan historias, relatan problemas, entablan pequeños conflictos, superan ligeros roces, emiten miradas elocuentes, mantienen silencios reveladores, comparten planes, se bañan en el mar, preservan sus reductos de soledad y privacidad, leen, escriben, fotografían, montan en bicicleta, pasean, dejan pasar el tiempo… Todos ellos se entregan a su «ser social», al personaje que representamos ante los demás, apenas dejan vislumbrar los seres humanos que realmente son, pero sin poder evitar breves y tal vez involuntarios destellos de transparencia. El más diáfano es Leon (Thomas Schubert), un joven, airado y arisco escritor que ha gozado de cierta repercusión con su primera novela pero cuyo manuscrito para la segunda es rechazado por su editor. Su amigo Felix (Langton Uibel), fotógrafo en ciernes con quien Leon esperaba disfrutar de un provechoso retiro creativo en casa de su madre es más errático, menos metódico, no edifica su vida en torno a los compromisos y la presión del trabajo, vive al momento según el capricho, el giro de las circunstancias, lo que traiga cada momento, mejor aún si se trata de conocer gente nueva. Con Nadja (Paula Beer) no contaban: es una invitada inesperada, huésped de la madre de Felix sin que ellos estuvieran advertidos de que pasarían esos días acompañados; una joven estudiante que trabaja vendiendo helados en el malecón y cuyas fogosas noches de sexo en el piso de arriba dificultan el descanso de Leon e incrementan su ya de por sí habitual mal humor. A ellos se unirán Devid (Enno Trebs), nadador de rescate (le molesta que le llamen simplemente socorrista) de la playa cercana, amante de Nadja, y, algo más adelante, Helmut (Matthias Brandt), el editor de Leon, que se ha citado con él para discutir sobre el manuscrito.
No se trata, sin embargo, de una simple acumulación de pequeños personajes del pijerío progresista extraídos de cualquier película de Jonás Trueba, que hacen de la afectación emocional y de la pedantería pseudo-literaria e intelectual sus señas de identidad; alrededor del grupo se concita una crisis relativamente remota, los incendios forestales que devoran el bosque más allá del pueblo y que el viento que viene del mar hacia el interior mantiene alejados de la casa y de su zona del bosque y de la costa, unos fuegos de los que los hidroaviones que surcan el cielo teñido de rojo y las motobombas que circulan por las cercanías con sus sirenas al viento son esporádico pero constante recordatorio. Este desastre natural de intensidad creciente (los rojizos crepúsculos van acompañados de lluvias de ceniza) funciona como leitmotiv en segundo plano, metáfora continua que va señalando la progresiva deriva de la trama desde la situación cómica inicial de personajes antagónicos obligados a convivir hacia el drama sombrío sobre la insatisfacción, la frustración, la pérdida, el paso del tiempo y la desolación de la muerte. Petzold se aproxima así a Rohmer de un modo más auténtico que el meramente aparente, más allá de la burda imitación formal, en esa estructura de drama encerrado en una comedia que caracteriza al director francés ya desde la elección de su nombre artístico (de Maurice Henri Joseph Schérer a Éric Rohmer, tomando el apellido del célebre autor de las novelas de Fu Manchú, Sax Rohmer).
Como en el caso del cineasta de Tulle, Petzold despoja su narración de cualquier artificio o del uso forzado del lenguaje visual, limitando también el peso y la importancia de la música extradiegética (In My Mind, de Wallners, se convierte en una especie de motivo musical), y construye su historia sobre escenarios dominados por la calma y la serenidad (el jardín, el bosque, la playa) pero bajo cuya aparente placidez late la inquietud de una incesante y perniciosa transformación (a la inversa de lo que le ocurre al personaje de Leon, que se va «suavizando» conforme avanza el metraje y crece su fascinación e interés por Nadja). Ese sutil tratamiento visual va acompañado en paralelo de un guion muy inteligente construido sobre la misma base que, a la vez que es capaz de establecer en breves pinceladas el carácter de cada personaje, revela solo muy parcialmente y entre líneas, pero sin confusión posible y sin voluntad de jugar ni de marear ni de entorpecer al espectador, el torbellino emocional que bulle en cada uno de ellos, las carencias que tratan de paliar, los anhelos que mueven su actividad y sus agridulces relaciones con los demás. Así, mientras esa inquietud alimenta cierto suspense perverso respecto al devenir del grupo y de sus miembros entre sí, tiñendo la historia de esa atmósfera sutilmente enrarecida e incierta próxima a ciertos thrillers de François Ozon, no se descuida la sensibilidad en el retrato de los personajes, en especial en la relación entre Nadja y Leon, que termina involucrando a Helmut de una manera insospechada, pero también de la vinculación entre vida, literatura y arte. Aquí radica el principal problema del film, el que termina lastrando casi de manera decisiva la percepción que el espectador puede tener del conjunto: ese epílogo, ese final en forma de concesión «sensiblera» en la línea más comercial y contentadiza, que sin explicación ni motivación aparente supone un punto de inflexión a un desarrollo dramático que ya estaba (bien) cerrado, y que introduce un contrapunto de esperanza y renacimiento en una historia que ya se había zambullido, con tono elegíaco, en el proceloso mar de fuego de la muerte.
En torno a los personajes principales, como una encarnación de ellos mismos, los cuatro elementos, agua, aire, tierra y fuego, símbolos pero también advertencias acerca del ciclo de la vida. Tempus fugit.