Hugh Glass existió. Nació en Pennsylvania, alrededor de 1780 y aunque en su juventud no le faltaron aventuras -en algún momento fue pirata, vivió un tiempo con los pawnee como uno de los suyos-, la odisea que lo volvería famoso sucedió cuando formó parte de un grupo de cazadores y comerciantes de pieles en la tercera década del siglo XIX. En 1823, en un territorio que se ubica actualmente cerca de la frontera estadounidense con Canadá, Glass fue atacado por una osa grizzly que lo dejó medio muerto. El jefe de la cuadrilla de tramperos, el Capitán Henry, juzgó que Glass no sobreviviría mucho tiempo y como estaban acosados por un grupo de feroces indios arikara, decidió abandonar a Glass, dejando como como responsables de cuidarlo y darle cristiana sepultura a dos cazadores, el jovencito Jim Bridger -que tendría sus propias aventuras, una larga vida y una fructífera carrera como uno de los primeros narradores de "la conquista del oeste"- y otro tipo apellidado Fitzgerald. Cuando Bridger y Fitzgerald estaban cuidándolo, vieron que un grupo de arikara se dirigía al sitio en donde ellos estaban, así que abandonaron a su suerte al compañero herido a quien, de hecho, ya habían empezado a enterrar. Cuando finalmente Glass despertó, se encontró solo, con heridas abiertas, varias costillas rotas y una pierna con la que no se podía sostener.Aquí es donde empieza la leyenda: Glass curó sus propias heridas, se alimentó como pudo de raíces y bayas, logró comer carne cruda de un bisonte que encontró muerto y arrastrándose primero, cojeando después, tomando el río Cheyenne sobre una balsa, ayudado a veces por indios amigables -acaso pawnee-, increíblemente logró viajar 300 kilómetros hacia el sur, al Fuerte Kiowa -en la actual Dakota del Sur-, en donde llegó unos dos meses después de haber sido dejado muerto. Glass empezó a buscar a los dos compañeros que lo habían abandonado, aunque luego desistió de su venganza. Eso sí, se dice que logró recuperar de las propias manos de Fitzgerald su rifle, que el tipo se había llevado cuando había sido dado por muerto.La odisea de Glass se hizo famosa, en parte, porque el propio aventurero vivió unos años más para contarla -murió una década después, aparentemente ultimado por los bravísimos arikara- y porque muchos otros -como el ya mencionado Jim Bridger- la convirtieron en parte del repertorio de las legendarias "historias de frontera".A grandes rasgos, esta es la historia que, adaptada libremente de la novela de Michael Punk, retomó Alejandro González Iñárritu para su sexto largometraje, Revenant: El Renacido (The Revenant, EU, 2015), filme que bien podría sumarle al mexicano un par de Oscars más en su haber y darle a Leonardo Di Caprio su primera estatuilla.
Sin embargo, El Renacido no es la primera película que narra la increíble aventura de Glass. Hace casi medio siglo, el artesano fílmico/televisivo Richard C. Sarafian dirigió Man in the Wilderness (EU, 1971) que no solo es, básicamente, la misma historia de El Renacido sino que, incluso, comparte con la cinta de González Iñárritu un muy similar tono de reflexión existencial y hasta religiosa -más marcada, eso sí, en la cinta del mexicano.En Man in the Wilderness, Hugh Glass es un inmigrante inglés y se llama Zack Bass (un adecuadamente estoico Richard Harris), mientras que el capitán Henry de los tramperos (interpretado por un perfecto John Huston) no es un militar sino el capitán de un barco que, increíblemente, toda la cuadrilla va cargando sobre las ruedas de una carreta, cual delirante precursor de Fiztcarraldo (Herzog, 1982).La historia, por lo demás, es la misma: Bass es atacado brutalmente por una osa y Henry deja a dos tipos, el jovencito Lowrie (Dennis Waterman) y al viejo Fogarty (Percy Herbert) para cuidarlo y, llegado el momento, sepultarlo con todo y lectura de algún pasaje de la Biblia. Sin embargo, al avistar a los "rickarees" -o sea, a los arikara- Lowrie y Fogarty semi-entierran a Bass y huyen del sitio. Bass, que ve y escucha todo entre las nieblas de la agonía, logra salvarse y va en buscar de todos sus excompañeros, que también son seguidos por los "rickarees". En el delirio de la muerte en vida, Bass recuerda su infancia traumatizada por la orfandad, sus desencuentros con Dios y con quienes hablan en nombre de él -la escena de la clase cuya lección es "la letra con sangre entra"- y el efímero remanso de paz al lado de su mujer, quien había muerto de parto. Sarafian nunca fue un director de grandes alcances -su cinta más conocida es precisamente esta y la cult-movie Carrera contra el Destino (1971)- pero aquí logra sostener con creces la historia en los dos escenarios paralelos: por un lado, somos testigos de la dura sobrevivencia de Glass -la manera en la que se cura, quema sus heridas, le arrebata un pedazo de carne a unos lobos, se guarece de la lluvia y de la nieve- y, por el otro, de la creciente paranoia de Henry que, cual Capitán Ahab de tierra firme, camina enloquecido por la cubierta de su bote de madera, oteando el horizonte en busca de los "rickarees" pero, también, de Bass, de quien sospecha que no murió y que los está siguiendo para vengarse.En el desenlace, Henry y sus hombres han llegado con su bote-carreta a un río Misuri sin el agua suficiente para embarcarse, rodeados de los "rickarees" y con el fantasma de Bass siguiéndolos de cerca. Es ahí cuando Bass debe decidir su camino: si porfiar en la venganza bajo la protección del jefe indio "rickaree" -que en algún momento lo había "bendecido" al verlo agonizante- o abrazar la vida que había podido recuperar en esas semanas de sobrevivencia, en comunión con la naturaleza y consigo mismo.
Es evidente que el mismo problema enfrentó González Iñárritu hacia el desenlace de El Renacido. ¿Qué hacer con el ansia de venganza de Hugh Glass -aquí sí llamado como el personaje verdadero- al toparse finalmente con su Némesis, el cínico tejano Fitzgerald? Por supuesto, aunque no apuntaré aquí qué sucede, le adelanto que es un final mucho más ambiguo, para bien y para mal, que el del filme de Sarafian: acaso el único elemento discutible de una película que, después de Birdman (2014), es lo mejor que ha hecho el cineasta mexicano ya plenamente hollywoodizado.El guion escrito por el propio González Iñárritu y Mark L. Smith crea un contexto más complejo en la conocida historia de Glass. Por una parte, le agrega una historia personal bastante verosímil, que hace más creíble el deseo de venganza del trampero, quien va en busca de Bridger (Will Poulton) y Fitzgerald (Tom Hardy) no solo porque lo abandonaron malherido y a su suerte, sino porque el segundo asesina a puñaladas al hijo mestizo de Glass, Hawk (Forrest Goodluck), frente a los ojos de su agonizante padre. Y por otra, la odisea personal de Glass está contrapunteada por la búsqueda que un jefe indio arikara (Duane Howard) hace de su hija Powaqa (Melaw Nakehk'o), que ha sido secuestrada por "el hombre blanco" -luego descubriremos que se trata de tramperos franceses-, cual provocador eco/homenaje, pero a la inversa, del clásico fordiano Más Corazón que Odio (1956). Pero más allá de todos estos agregados -todos ellos bienvenidos, por cierto-, lo que convierte a El Renacido en una emocionante experiencia difícil de resistir es el hecho que, a través de la prodigiosa cámara de Emanuel Lubezki en camino a ganar su tercer Oscar consecutivo y con la irrebatible capacidad de González Iñárritu para montar secuencias de acción, una oscura y repetitiva historia de venganza y sobrevivencia in extremis como la de Hugh Glass, se transforma en un apabullante y, a la vez, espeluznante espectáculo visual hollywoodense.Más allá de la arrobadora belleza de algunos momentos -esa luz que aparece mágicamente bajo los mágicos designios de Lubezki, algunos flahbacks subjetivos de Glass casi malickianos-, lo que impresiona de manera genuina son esas varias secuencias de acción, tan virtuosas o más que las mejores que usted recuerde, como ese primer ataque de los "rees" -o sea, "rickarees"- al campamento del capitán Henry (Domhnall Gleeson) en el que la cámara de Lubezki, sin corte discernible alguno, sigue a un atacante, se detiene frente a una víctima, sigue a otro que va a caballo, panea hacia la izquierda para cambiar de perspectiva y así hasta el agotamiento total -del espectador, no de Lubezki. O esa otra escena en la que vemos a Glass escapar a caballo del asedio de los "rees" hasta llegar a un precipicio en el que cae con todo y cuaco (y casi con todo y Lubezki) al abismo. O esa emocionante pelea final a golpe, patada, cuchillada y mordida a la Mike Tyson entre Glass y Fitzgerald. O, claro, el ya celebérrimo ataque de la osa grizzly sobre la humanidad de Glass, impresionante no solo porque el animal parece de verdad, sino porque además sucede, cruelmente, en varias etapas. ¿Crueldad de la osa?: más bien, de González Iñárritu. Así se lleva el mexicano con sus personajes. Y con su público.