Decían de Lucía que su nombre le iba como anillo al dedo. Su media melena rubia, sus ojos grandes y azules y la dulzura que manifestaba con cada movimiento le recordaba a casi cualquier persona a una estrella con luz propia.
Pese a poseer ese nombre, sus compañeros de clase la llamaban niña gorda. Y en efecto, está gorda, pero sólo en invierno. Algunas veces también en otoño y primavera. Pero sobre todo en invierno, en los días en los que el frío mordía las mejillas. De hecho, era la más gorda de la escuela y de su barrio.
Al entrar en clase jamás la llamaban por su nombre, aunque se lo sabían. Siempre la llamaban la niña gorda. En ocasiones, se lo decían repetidas veces. Otras, sólo una vez. Y cuando la crueldad alcanzaba su cota más alta, varios compañeros suyos le repetían lo que ella ya sabía “Eres la más gorda de la escuela y del barrio”
Lucía, al final, acababa llorando. Cuando llegaba a casa se miraba al espejo y mientras se secaba las lágrimas, se quitó la bufanda. Y el jersey que le hizo su abuela. Y el jersey que le regaló su madre por su séptimo cumpleaños. Y su camiseta favorita. Y su camiseta roja. Y su vieja camiseta gris. Y su camiseta blanca blanca que temía manchar. Y los calcetines gordos. Y los calcetines de repuesto. Y los calcetines de más repuesto. Y los pantalones de pana. Y las medias que le picaban los muslos. Y las medias finas. Y finalmente, los guantes.
Y Lucía se convirtió en la niña más delgada de la escuela y del barrio.