Pascualito tenía seis años y lo que más le gustaba del mundo era escribir. Todavía no tenía mucho que decir, ni mucha soltura en el trazo, pero desde el momento en que descubrió esa novedad que eran las letras, ni un solo día dejó de usar su lápiz.Siempre lo llevaba en la mano, como si esperara que en cualquier momento le saliera al paso un papel en blanco y quisiera estar preparado para aprovechar la ocasión.Había tomado por costumbre sentarse en la mesa del salón, con el lápiz en la mano, un cuaderno delante y el periódico del día al lado. Le gustaba hacerse el interesante fingiendo leer las noticias. Entonces, al cabo de unos minutos se decidía por una y empezaba la fiesta: ¡a copiar!Y así pasaba las tardes, interrumpiendo la tarea solo para merendar.Un día, en el colegio, la maestra le preguntó con ironía:-¿Qué haces, Pascualito?-Nada, señorita.-Exacto, Pascualito, no haces nada. Tus compañeros haciendo sumas, y tú nada de nada. -Es que no me gusta hacer sumas, señorita.-Vaya, no te gusta hacer sumas, ¿eh? -No -dijo Pascualito.-Pero habrase visto niño insolente. ¿Vas a hacer las cuentas o no?-No -dijo Pascualito, convencido de que le estaban dando a elegir.Y entonces, para gran sorpresa de Pascualito, la maestra dijo:-Pues te quedas sin recreo, y además vas a escribir "Los niños desobedientes hacen copias”. Dio media vuelta y escribió la frase en la pizarra: -Venga, escribe eso en el cuaderno.Y Pascualito, sin dilación, lo copió.
Entonces levantó la vista hacia la maestra, como diciendo “¿Y ahora qué?” -Ahora cópialo diez veces.Y Pascualito, con gran satisfacción, se puso a copiar con deleite la frase, una y otra vez.Mientras, sus compañeros habían salido al patio y desde el aula se escuchaba el griterío alegre de sus juegos.Cuando Pascualito terminó su faena se levantó y fue a la mesa de la maestra.-Ya está-, le dijo, mientras le entregaba el cuaderno.-A ver… La maestra contó las frases. Sí, diez. Los renglones un poco ondulados y la línea de las letras insegura, pero eran diez frases, una después de otra, y sin un solo borrón. Ni siquiera en desobediente. Sorprendente en un gaznápiro como Pascualito, pensó la maestra.-Muy bien -, dijo devolviéndole el cuaderno-. Y ya sabes que cada vez que no hagas lo que se te dice te quedarás sin recreo y haciendo copias. Anda, vete a tu sitio, que va a sonar el timbre.Al poco rato sus compañeros volvieron del patio y para entonces Pascualito ya había decidido que su maestra era la más buena del mundo, pues le había permitido quedarse en la clase escribiendo, en vez de tener que ir al patio a jugar al fútbol con los otros niños.Así fue cómo Pascualito aprendió que para que a uno lo dejen hacer lo que le gusta tiene que negarse a hacer lo que le disgusta.

