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Cuentos de Hadas y Des-Encantos de Sabios

Por Agora
Cuentos de Hadas y Des-Encantos de Sabios

En una reciente entrevista concedida al diario The Guardian, el célebre astrofísico Stephen Hawking negaba rotundamente la existencia de toda sombra de Más Allá, Cielo o destino ultraterreno. Para ello empleaba la descalificación que para él incluye el atributo “cuento de hadas”. En otras palabras, el Cielo es lo que el lenguaje cotidiano ha canonizado como uno de los significados de mito: una mentira, un engaño, una de las supercherías que Voltaire pretendía haber mostrado como senderos a ninguna parte. La razón ilustrada se habría erigido, por fin, camino de redención para tanta (literal) sinrazón.

Doscientos años después parece que no hemos avanzado mucho, al menos en cuanto a la profundidad de los planteamientos, y al espíritu crítico con que deberíamos recibir las opiniones asumidas como inamovibles. Nuestra época es heredera directa de un modo romo de mirar el mundo, como si nuestros ojos tan sólo nos facilitasen una visión achatada, unidimensional, de la realidad. La miopía, o más bien ceguera, consiste a menudo en dar por sentado que lo cotidiano es un “hecho” y, por tanto, algo incontestable: el “hecho” está ahí, y de su evidencia no se puede dudar mientras tengamos la garantía que nos proporciona un conocimiento cimentado en los métodos de la ciencia empírica. Dicho de otro modo, existe un racionalismo radical que ha calado como por ósmosis, receptor de un pensamiento que toma por rasero de lo “real” la categorización que procede de las ciencias experimentales. Y así, la convicción de que lo que no podemos percibir por nuestros sentidos carece de entidad y, más allá, es “mera fantasía”, se ha aposentado firme y engreídamente en el inconsciente colectivo. “No me cuentes cuentos” (chinos o no), o “la existencia de los ángeles es un mito” (es decir, una burda mentira), son muestras de un anatema —pues todo dogmatismo tiene su inquisición— que tilda de supersticioso al que cree que exista un plus, un más allá de lo que está (o parece estar) más acá.

Pero tras toda esta construcción cultural omnipresente en Occidente, late sin duda una profunda falsedad. El hecho de que una persona del calibre intelectual de Stephen Hawking —catedrático de Física y Matemáticas Aplicadas en Cambridge, y titular de un largo elenco de distinciones— crea firmemente (pues así creen los incrédulos ortodoxos: con fe inquebrantable) que el Cielo es un cuento de hadas, una mentira, pone sobre el tapete una cuestión de más calado: la pérdida progresiva de la inocencia y el asombro como puntos de arranque no ya de todo filosofar —como señalaba Aristóteles en el Libro i de la Metafísica—, sino del acto mismo de mirar el mundo. Asomarse a la realidad desde el acostumbramiento pervierte lo cotidiano en rutinario y, así, lo milagroso queda reducido aun dato que se da por supuesto: a algo que ya está garantizado (‘taken for granted’, en inglés). Sin embargo, el “hecho” de que el sol salga mañana —prescindiendo de la formulación exacta que requeriría la explicación “científica” de ese fenómeno—, no es algo que esté garantizado por nada ni por nadie. Es un “hecho” acerca del cual la simple repetición no levanta acta: no es capaz de certificarlo —es decir, de confirmarlo como cierto—. El milagro, sencilla y llanamente, no es que salga el sol, sino que haya sol; y que un ser ínfimo en un minúsculo planeta lo pueda contemplar. Pero si todo milagro es un don, un regalo en el que podemos percibir que todo lo que es —más incluso: que el mero hecho de que haya ser, y no la nada— es fruto de un exceso, y que por eso mismo es inmerecido, lo lógico sería imitar al Principito y contemplar la puesta de sol cuarenta veces en cada atardecer. De este modo se dan las gracias en la lógica del exceso; pues toda belleza ha sido entregada para ser disfrutada.

Al afirmar que el Cielo es un cuento de hadas, Hawking quería decir, imagino, que se trata de una mentira, de palabras bonitas (y vacuas) para expresar un miedo a la aniquilación, a lo desconocido, a la Oscuridad definitiva. Sin embargo, se da la relevante circunstancia de que quien habla del cielo en esos términos es el mismo que ha corregido y llevado a desarrollos ulteriores algunos aspectos de la teoría de la relatividad formulada por Einstein. ¿Entonces? Quizá la dovela que sostiene este galimatías es una radical (y camuflada) paradoja: que lo que Hawking llama “cuento” (con hadas o sin ellas), o palabras simplonas, no es sino la huella del modo en que el ser humano se ha acercado a la esencia de la verdad desde el arcano de los tiempos. Porque todo buen cuento re-lata, es decir, vuelve a hacer presente un sentido de maravilla, de atávico asombro, que testifica que todo es don; que existe una verdad más allá de nuestro entendimiento, por avanzado, exacto y “científico” que éste pueda llegar a ser. El Cielo es verdad precisamente porque es el Mito con mayúsculas, el Cuento por excelencia.

En ese sentido, entonces, lo que llamamos sobrenatural sería lo más natural del mundo: Dios, el cielo, los ángeles (y hasta las hadas) no son sino las formas en que el misterio y el exceso del don nos han sido entregadas. El lenguaje hermoso y los cuentos forman una gramática mítica —en expresión de Tolkien— con la que contar, o más exactamente, dar cuenta de lo primigenio. Y lo primigenio es que, por más que nos pese, no somos autosuficientes, y nuestra razón no puede soportar el peso de tanta verdad como la que contiene un relato apasionante. Hemos cometido un error lógico: perder el sentido común de mirar el mundo con los ojos de los primeros habitantes de esta tierra, y hemos aspirado a poseerlo encerrándolo en nuestras pobres y pequeñas cabecitas, como si el milagro pudiese prescindir de la colaboración voluntaria de cada uno: de eso que llamamos fe, y que no es sino la permanencia de la infinita sabiduría del niño que todos fuimos; que también Stephen Hawking fue.

Tolkien escribió una vez que una estrella es una bola de materia circunscrita a seguir un rumbo que se puede describir mediante complejas ecuaciones matemáticas. Sin embargo, concluía que no ve la estrella en todo su esplendor “quien no la contempla ante todo como hebras de plata viva que estallan en una antigua canción”; como fuegos de artificio que iluminan los telares celestes contra los que se recorta el claroscuro de nuestras expectativas.


Al saber del astrofísico le hace falta, para ser auténtica sabiduría, el conocimiento que sólo obra en las manos del poeta. Acerca del Más Allá, como del más acá, existe un saber superior que es también conocimiento, que enlaza la razón con algo más grande que ella misma, y ese saber superior es la fe. Fe y razón son “las dos alas con las que el ser humano se eleva al conocimiento de la Verdad”, dice el Beato Juan Pablo ii al inicio de la Carta Encíclica Fides et ratio. Pero la fe es un don, y por tanto una gracia inmerecida. Si el don requiere la acogida, aquél que no lo acepta haría bien en comenzar por la humildad; para no canonizar lo que sabe como única luz, despreciando al que cree en la Luz con el anatema falaz de quien piensa que creer es buscar respuestas fáciles para preguntas difíciles. Antes al contrario, la fe es conocimiento de las cosas que no vemos; y compleción de lo que la razón atisba entre las brumas de este mundo de sombras. La fe es certeza en la Palabra de otro, conocimiento que ensancha el sentido de la realidad hasta abrazar el completo y complejo reino insondable de la verdad.

Para alguien acostumbrado a mirar las estrellas, quizá, la contemplación del cosmos como don milagroso podría ser un primer paso hacia una suerte de voluntaria suspensión de la incredulidad. Más allá, sólo el don abrazado libremente es capaz de transformar la mirada en el asombro del niño, el único realmente Sabio: porque el niño es capaz de quedar, una y otra vez, en-cantado, incorporado al canto eterno que resuena como el eco de una risa atronadora y feliz. ¿Cuentos de hadas? Por supuesto que sí: relatos acerca de una certeza prestada, que nos reincorporan a la Música arcana que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.

Eduardo Segura


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