Pasé tres noches solo en un cuarto de hotel con vista a la playa de Acapulco, y ¿qué hice? Pensar en tirarme desde el piso 22 al entrepiso del hotel que tiene una alberca. De haberlo hecho, con un poco de tino, antes de morir me hubiera dado un chapuzón.
No lo hice. En lugar de eso, veía el atardecer, y luego dejaba la ventana abierta para que entrara el aire fresco mientras veía televisión por cable. Lo cual, lejos de quitarme la depresión, la acentuaba más, porque no podía quitarme la imagen de la cabeza de estar totalmente solo en una ciudad que puede convertirse en una especie de Disneylandia para adultos del tercer mundo en progreso.
Una semana antes me hice ilusiones de que esas noches las dedicaría totalmente a la escritura de las cosas que tengo que hacer. Pero fue un fiasco. Me dejé llevar por el cable, por la flojera y la depresión. Pocas veces me había sentido tan solo.
Solo en el día mientras trabajaba, solo en las tardes cuando caminaba en la playa y más solo en el cuarto cuya televisión me idiotizaba hasta la una o dos de la mañana.
Y qué hacer... nada. Soy un esclavo indefenso de las pantallas. Si no veía la televisión, me clavaba jugando con un iPod touch, que se ha convertido en la manzana de la discordia con mi esposa.
Soy adicto.