Una de las primeras cosas que suelen hacer los niños pequeños cuando empiezan a hablar es aprender a considerar como suyo todo lo que tocan y todo lo que ven. Los adjetivos posesivos en esta etapa de la vida son de los primeros en utilizarse. Y ése “Es mío” no sólo abarca sus juguetes o las cosas que utilizan diariamente en sus entornos más cotidianos, sino que lo hacen extensible a las personas con las que interaccionan: “Es mi mamá, sólo mía”. “Es mi papá, sólo mío” “Es mi seño, sólo mía”. Como si no compartiese los mismos padres con sus hermanos o no tuviese la misma cuidadora o maestra que el resto de sus compañeros en la guardería o en los primeros cursos de primaria.Es la etapa del egocentrismo, de no ver más allá del propio micromundo, de creer que todo ha de girar al son de nuestra conveniencia, a ritmo de rabietas y caprichos que a veces resultan de lo más inoportunos. Pero a los niños casi siempre se les perdona todo, porque sabemos que no están en disposición de conocer las reglas de nuestra manera de funcionar en el mundo adulto. No podemos exigirles la empatía que necesitarían para ponerse en nuestro lugar y poder ver las cosas como las vemos y las entendemos nosotros. Para que alcancen esos logros, les falta mucho tiempo y haber aprendido a base de muchas caídas de las que no siempre van a salir ilesos. A medida que crecemos, nuestra escala de valores se va transformando y todo eso que considerábamos sólo nuestro aprendemos a compartirlo con los demás. Cambiamos el adjetivo mío por el nuestro, el competir por lograr el afecto exclusivo de mámá o de papá, por el compartirlo con los hermanos o con los primos, las rabietas para imponer nuestra santa voluntad por el debate y la posibilidad de llegar a acuerdos que nos beneficien a todos.Con la llegada de la adolescencia, hay quienes sufren una especie de regresión en el tiempo y vuelven a envolverse en un halo de egocentrismo que años atrás ya habían conseguido superar. Algunas personas en esa etapa se sienten más vulnerables, menos comprendidas y temen no estar a la altura de lo que se espera de ellas. Por ello se construyen una coraza con la que tratan de aislarse de todos los supuestos peligros que ven a su alrededor. Como los niños pequeños, sienten que todo lo que les importa es sólo suyo y que nadie tiene derecho a indagar en sus preciadas propiedades. Nadie puede osar tocar sus cosas, ni entrar en su habitación, ni meterse en sus vidas. Como escribió Hermann Hesseen su novela El lobo estepario, muchos de estos adolescentes no dudarían en poner en la puerta de su habitación aquello de: “Entrada no para cualquiera. Sólo para locos”.Afortunadamente, la adolescencia no dura para siempre y, un día u otro, las dichosas hormonas dejan de revolucionarlo todo y las personas tienden a relajarse, a dejar de ponerse en modo “profundo” o “irritable” y empiezan a permitirse volver a mirar más allá de su propia nariz y descubrir otras realidades que ya no serán únicamente las suyas, sino también las nuestras, las de todos.Madurar es eso: ser capaces de transformar nuestro egocentrismo infantil y adolescente en la capacidad de llegar a sentirnos uno con todos los demás. En sentir que no somos de nadie ni nadie es nuestro, pero al tiempo, todos somos de todos, porque sin el esfuerzo de todos nada de todo lo que somos y tenemos sería posible. A veces, muchos de los escenarios en los que nos movemos diariamente o de los que somos meros espectadores a través de la televisión o de los vídeos que se cuelgan en la red, se asimilan tanto a esos patios de guardería en los que los niños se enlazan en rabietas sin sentido porque el compañero les ha tocado su juguete o ha conseguido un beso de su “seño”, de esa “seño” que sólo es suya, que cuesta creer que estemos ante una reunión de profesionales supuestamente respetables o ante un hemiciclo lleno de políticos que, más que debatir sobre los problemas del país, parecen empeñados en retarse a ver quién dice la grosería más gorda o la estupidez más vergonzante.Parece mentira que, cuanto más preparada se supone que está la gente, más fácilmente cae en las trampas dialécticas, en la falta de respeto, en la ausencia de toda empatía y en la barbarie más absoluta. Cegados por los adjetivos posesivos, defienden a capa y espada lo que creen sólo suyo: su patria, su bandera, su lengua, su cultura, sus costumbres y sus creencias como si los demás no habitásemos su misma tierra, aunque prefiramos que en ella quepan todas las banderas, las lenguas, las culturas, las costumbres y las creencias. Porque lo nuestro, también tiene que ser vuestro y ser de todos. Si lo creemos sólo nuestro, pasa a no ser de nadie, porque preferiremos destruirlo antes que compartirlo.
En un mundo tan globalizado como el actual, no podemos seguir limitando nuestros afectos, nuestras tendencias y nuestros intereses a unos pocos factores elegidos sin otro criterio que el de tratar de favorecer a los que creemos que piensan como nosotros. Relacionarnos sólo con aquellos que siempre nos van a dar la razón en todo, nunca contribuirá a que avancemos como sociedad ni como individuos particulares. Bien al contrario, nos hará más débiles y mucho más pobres. La gracia de la vida está en conectar con cuantas más realidades distintas mejor, porque cuantos más puntos de vista diferentes podamos llegar a conocer y tratar de entender, más sabios nos haremos entre todos, más nuestro lo sentiremos todo y a todos, vengan de donde vengan y vayan a donde vayan.
No seamos niños, no peleemos como energúmenos por un trozo de tela de colores, ni por un mapa en el que nada se dice de las personas que habitan esos territorios. No reduzcamos la esencia de lo nuestro a tan poca cosa. Lo que debería enorgullecernos de entender como nuestro es lo que verdaderamente sentimos por quienes queremos de verdad, lo que nos motiva a levantarnos cada día para seguir batallando por seguir adelante con nuestras vidas, con nuestros modestos o grandes sueños, junto a las personas que hacen que nuestros días tengan sentido. También deberíamos defender como nuestra la educación que nos legaron nuestros padres, el respeto por lo diferente, la capacidad de compadecernos de quienes no tuvieron nuestra misma suerte y de tender manos amigas en lugar de levantar murallas. Cuidar lo que somos y lo que hemos tenido la fortuna de conocer, disfrutar de lo que nos ofrece la naturaleza que habitamos y procurar preservarla para que los que vengan después también puedan maravillarse con ella. Compartir buenos y malos momentos con los amigos, con la familia y con los niños, sean hijos de quienes sean. Porque siempre resultan grandes maestros que transmiten una sabiduría innata, espontánea, sin filtros.
Atrevámonos a mirar con los ojos de un niño pequeño y no temamos sentir que todo es nuestro y aprendamos a cuidarlo con mucho celo. Pero, al tiempo, tengamos la suficiente madurez como para sentirnos uno con todos los demás. Defendamos lo nuestro en plural, nunca en singular. Porque, si sólo gana uno, acabamos perdiendo todos.Estrella PisaPsicóloga col. 13749