Habituados como estamos a pensar en la televisión como en una caja tonta en la que las grandes cadenas compiten con propuestas cada vez más descaradas por acaparar el mayor índice de audiencia, no dejamos de sorprendernos cuando, haciendo zaping, nos encontramos por casualidad con programas como A mi yo adolescente, que se emite en la 2 de TVE. Es una lástima que propuestas así no lleguen al gran público, sólo por el hecho de que no les resulten comerciales a las cadenas de mayor audiencia.
Hemos llegado a un punto en el que parece que lo único que vende son el morbo y el escándalo y la mayoría de los programas se dedican a ventilar los trapos sucios, no ya sólo de los personajes que venden su vida en las revistas o en los programas de corazón, sino también de aquellos que se han dado a conocer precisamente por su historial como participantes de determinados realities o como amantes de diferentes famosos. Y, a partir de cada nuevo montaje o culebrón familiar, los distintos programas de una misma cadena se retroalimentan unos de otros repitiendo todo el día la misma información, como si las personas que miramos la televisión no tuviésemos más intereses que mantenernos al tanto de cada giro de la vida de esos personajes que no son ejemplo de nada.
Si todo ese tiempo que se invierte en emitir ese tipo de contenidos se dedicara a diseñar un tipo de formatos más constructivos, enfocados a mostrarle a la gente otras opciones a la hora de solucionar sus problemas, o de llenar su tiempo libre, o de tratar de mejorar las relaciones con su entorno más cercano, quizá el hecho de mirar la televisión tendría un sentido mucho más provechoso.
Programas como los de Jesús Calleja, en cuyas entrevistas busca conectar con la esencia del entrevistado y no con sus miserias, contribuyen a que la experiencia de mirar la televisión resulte enriquecedora y no tengamos la sensación de haber perdido en vano horas de sueño o de poder haber hecho otras cosas.
Volviendo al programa de A mi yo adolescente, resulta muy grato ver a grandes profesionales como el periodista Jon Sistiaga conversando con un grupo de jóvenes de 19 años de temas tan profundos como el sentido de la vida. Es un placer escucharle hablar, oír de su boca anécdotas impactantes de lo que ha vivido en su trayectoria profesional, como corresponsal en guerras como la de la antigua Yugoslavia o haciendo reportajes en entornos de lo más arriesgados. Sentir la tranquilidad que transmite, su paz interior, la seguridad de sentirse donde quiere estar. Y también es muy esperanzadora la forma en que responden los jóvenes. Sus argumentos son impecables, sus reflexiones muy claras. Nadie interrumpe a nadie, todas las ideas se respetan e impera un clima de empatía que brilla por su ausencia en la mayoría de programas que registran las mayores audiencias.
¿Por qué lo que más vende siempre tiene que ser lo que más nos intoxica?
Nos sucede con la televisión, con la música, con algunos betsellers; pero también con la comida, con la bebida, con lo que nos atrae del sexo opuesto o con todo aquello que un día alguien empieza a poner de moda, sin que nadie se cuestione por qué.
Lo más comercial no tiene porqué resultar lo mejor. Comer hamburguesas del McDonald’s, beber coca-cola o liarnos con el más popular del instituto, no tiene por qué darle más sentido a nuestras vidas.
Igual que la tierra es generosa con nosotros cuando la cuidamos y sembramos en ella nueva vida para que nos compense con sus frutos, nuestras mentes también son muy capaces de ser generosas con nuestras vidas si las ideas que sembramos en ellas son capaces de dotarlas de sentido. Imagen de Pixabay.
Una vida con sentido no puede sustentarse en las bases que nos imponen otros, ya sean nuestros compañeros de clase o de trabajo, las grandes cadenas de televisión o determinados influencers en Instagram. El sentido de nuestra propia vida debemos hallarlo por nosotros mismos, teniendo claro lo que queremos, pero más claro aún lo que no queremos. Siendo sinceros con nosotros mismos y con los demás; persiguiendo nuestros verdaderos sueños y no aquellos que nos parece que molan más ante el grupo al que creemos pertenecer; atreviéndonos a cambiar de opinión e incluso de objetivos cuando descubrimos que nos hemos equivocado, sin miedo a lo que los demás puedan pensar de nuestra “deserción”. La vida es una continua transformación. Cambia nuestro organismo y, a su ritmo, evolucionan también nuestras ideas y nuestros sueños.
Decía José Luis Sampedro que empezamos a morir en el mismo momento en que nacemos. Si partimos de su premisa, deberíamos reconsiderar la vida, aprendiendo a exprimirla con mucha más pasión de lo que lo hacemos.
La vida es como un jardín que hemos de cultivar todos los días para que siga regalándonos árboles cargados de exquisida fruta y flores que nos acompañen con sus aromas y sus alegres colores en cada uno de nuestros momentos. No podemos sentarnos a observar cómo son otros los que se ocupan de nuestro jardín, porque entonces nunca obtendremos nuestros propios frutos ni nuestras propias flores, sino las de otros. Sería una sensación tan triste como la de estar viviendo una vida prestada, algo así como no encontrarle sentido a nuestra propia vida porque no nos reconocemos en ella.
Para no sentirnos unos extraños dentro de nosotros mismos, lo primero que hemos de hacer es atrevernos a descubrir quiénes somos realmente y aceptarnos con nuestras luces, pero también con nuestras sombras, no dudando en ensuciarnos las manos para cavar, para arrancar las malas hierbas, para sembrar, para regar, para podar cuando sea necesario y para cosechar cada vez que la vida nos sorprenda con momentos que nos hagan sentir que todo ese esfuerzo ha merecido la pena, porque estamos encantados de ser quienes somos y de estar donde estamos.
Igual que no hay dos vidas iguales, tampoco hallaríamos dos sentidos de la vida idénticos. Porque cada persona ha de encontrar el suyo. Cierto es que hay personas que sienten que lo han perdido, pero también hay muchas otras que nunca fueron capaces de encontrarlo. Quizá porque nunca pensaron en sí mismas, sino que se dejaron llevar por los demás, confundiendo los sueños de esas otras personas con los suyos propios, obligándose a creer en cosas que en realidad no entendían y que acabaron por decepcionarlas. Nada puede haber más frustrante que llegar a sentir que la vida te ha pasado de largo porque nunca te has dignado a disfrutarla, estando siempre ocupado en sufrirla simplemente.
Nunca es tarde para despertar y tratar de resetearnos para salvar el tiempo que aún nos quede por vivir. La psicóloga y filósofa Emily Estahani contempla cuatro pilares básicos para cultivar el sentido de la vida:
LA PERTENENCIA- O capacidad de sentirte valorado por ser quién eres y de valorar tú a otras personas por ser quienes son en esencia.
EL PROPÓSITO- Es un componente del sentido de la vida, el que nos guía hacia el futuro y que implica que aportemos algo a los demás.
LA TRASCENDENCIA- Las experiencias trascendentes son aquellas en las que somos capaces de elevarnos por encima de nuestro día a día y saber ver más allá, sintiendo que estamos conectados con algo mucho más grande que nosotros. Mirar hacia un cielo estrellado nos puede hacer sentirnos muy pequeños.
LA NARRATIVA- Ser conscientes de la historia que nos contamos a nosotros mismos y de la posibilidad que tenemos de cambiarnos y reescribirla si en algún momento deja de convencernos.
Es precisamente ese último pilar el que nos permite reinventarnos y reconciliarnos con quienes somos de verdad, al brindarnos las nuevas oportunidades que nos hemos estado negando a nosotros mismos.
También dice Emily Estahani que buscar la felicidad es lo que más nos aleja de ella. Porque la buscamos fuera de nosotros, como cuando miramos cómo cultivan su jardín otros y pretendemos que sea el nuestro. La propia felicidad ha de ser responsabilidad nuestra, nunca de otros.
Muchas veces, el único obstáculo que nos impide encontrarle sentido a la vida es la obsesión por mantener unas ideas que ya hace mucho tiempo dejaron de sernos útiles. Cuando las ideas no nos sirven, lo más inteligente que podemos hacer con ellas es desecharlas, arrancarlas como las malas hierbas que son, y plantar en su lugar semillas que nos ayuden a ser más libres y más despiertos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749