A esos líderes políticos y de opinión que nos insultaron al justificar la crisis porque, según ellos, habíamos vivido por encima de nuestra posibilidades y a todos esos que predican la meritocracia y la mal llamada cultura del esfuerzo, se les cae, día a día, el argumentario con el que tratan de moralizarnos y someternos.
Desde hace tiempo nos martillean con la matraca del esfuerzo. El esfuerzo es una idea, un valor, pero la ideología del esfuerzo, como escribiera José Moya Otero, es algo bien distinto. Cuando hablan del esfuerzo no se refieren a quienes con unos pocos euros tratan de alimentar a sus hijos. Tampoco al estudiante que simultanea sus estudios con trabajos precarios, mal pagados y con condiciones que recrean los tiempos de la esclavitud. Por supuesto que no se refieren a los esfuerzos de esos jubilados que, con sus exiguas pensiones, tienen que atender las necesidades de hijos y nietos porque el Gobierno no se preocupa de esas cosas. ¿La justicia social y la solidaridad? Buenismo de trasnochados, idealistas y perdedores.
Cuando aluden a la cultura del esfuerzo están hablando de conceptos conservadores como utilidad y sumisión, privilegio y jerarquía. No consideran que las capacidades y oportunidades son diferentes en cada caso, que todos estamos condicionados por el medio, la genética y la cartera. En todo caso, ¿se puede medir el esfuerzo? Un alumno con coeficiente de inteligencia superior a 120, ¿hace el mismo esfuerzo, para aprobar sus asignaturas, que el que no llega a los 100? Quienes participan en las maratones populares corren los mismos kilómetros pero, ¿hacen todos el mismo esfuerzo? Esto del esfuerzo, que es una condición necesaria pero no suficiente, se utiliza para justificar la desigualdad social y para responsabilizar a los ciudadanos. Es una estratagema para señalar culpables y eludir responsabilidades. Cada uno es el causante de sus desgracias: Blesa responsabilizó a los preferentistas de su estafa; la enfermera del ébola, es culpable de su contagio; el maquinista del Alvia es el único responsable del accidente; Zapatero, tres años después, continúa siendo el único culpable de todos los males habidos y por haber. Eso que llaman, de manera ostentosa y cursi, cultura del esfuerzo no pasa de ser una simple argucia ideológica para levantar otra frontera, para marcar territorio, diferencias y eludir responsabilidades.
El discurso de la cultura del esfuerzo es una expresión estigmatizadora. Sus defensores consideran que vivimos en una sociedad donde hay igualdad de oportunidades. Querer es poder, dicen. Todo está al alcance de la mano; quien no consigue los objetivos es un holgazán, un fracasado. Así pues, desde este punto de vista, tiene su lógica que cada vez dediquen menos presupuesto a mejorar la inversión en educación o para el fomento de la cultura. La subida de tasas y matrículas universitarias, aprobadas con la llegada del PP, ha dejado a las universidades públicas con 45.000 alumnos menos por no poder pagar mientras que las privadas consiguen 5.000 alumnos más. La ideología del esfuerzo que impregna a la LOMCE sugiere que todos los jóvenes tienen talento, que todos tienen las mismas posibilidades y es de irresponsables, vagos e ignorantes no aprovecharlas. Esta concepción se utiliza como justificación para reducir presupuestos, fomentar el elitismo, la segregación y el sentimiento de culpa: se trata de una estrategia de sometimiento.
Y mientras se nos machaca con esta cantinela — alguien acertó cuando dijo que quienes más hablan del esfuerzo, lo hacen con un palo de golf entre las manos—. la actualidad de estos días, por no decir meses y años, es tozuda y la contradice cuando miramos a la clase dirigente. A Miguel Blesa, para ser director de Caja Madrid, le bastó con ser amigo de un político con mucho poder. El esfuerzo de Ana Mato, para llegar al Ministerio de Sanidad, debió ser titánico pero, ¿alguien le conoce alguna virtud o capacidad para el desempeño del cargo? Mirar a nuestra clase dirigente es comprobar la falta de talento y la proliferación de esforzados zoquetes.
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