La vida y la muerte se dan la mano y confunden en “Cumbres borrascosas”, como lo hacen las almas de Heathcliff y Cathy. Ellos viven con la fuerza que les da la pasión, y mueren juntos con el dolor que les causa la separación. En la casa en la que jugaron de niños o en el castillo imaginario de Penistone Crag son dos amantes que se necesitan, pero que parecen condenados por la fatalidad a sufrir sin término, incluso cuando sus espíritus han pasado a la otra vida. Una de las mejores adaptaciones de la novela de Emily Brontë es la que realizó William Wyler en 1939, y que contaba en el reparto con Laurence Olivier, Merle Oberon y David Niven. El blanco y negro fuertemente contrastado de Gregg Toland imprimía dramatismo a la historia y reflejaba los claroscuros de dos almas que se movían entre el amor y el odio, mientras que la partitura de Alfred Newman confería intensidad a unos sentimientos salvajes y desgarrados que se levantaban sobre el páramo inglés.
En “Cumbres borrascosas” sopla el viento continuamente. Unas veces es viento del sur y trae luminosidad y calidez a la pareja, y otras es viento del norte que hiela los corazones. En cualquier caso, es viento arrebatador que anula la razón y nubla las conciencias, que altera la estabilidad social y que envenena la sangre. El odio llega a ser tal que un Heathcliff humillado en la infancia por Hindley jura devolverle la pedrada y lo hace donde más duele… en su vicio y en su cobardía, que el mismo mozo de cuadra se venga de su amor perdido robándole la casa y a su propia cuñada, para terminar maldiciendo ante su cadáver y jurando no descansar en paz hasta que ella venga a buscarle. Ciertamente no es un odio por malicia sino de dolor que es amor, un rencor largamente guardado y premeditadamente desplegado en el tiempo.
En el rostro de Heathcliff -magnífico un Laurence Olivier de ceño fruncido y mirada penetrante- se adivina la infamia sufrida y la necesidad de traer un mundo nuevo para una joven caprichosa, tan voluble en sus sentimientos como compleja en sus intenciones. Cathy se mueve entre el castillo de cuento de hadas y la granja de fiestas y vals, y pasa de comportarse como una pequeña salvaje a hacerlo como una dama refinada. Su comportamiento está a expensas de cierto determinismo geográfico, y eso porque en ella mandan los sentimientos y estos dependen de qué viento sople… del sur o del norte. De alguna manera, es una nueva Escarlata O’Hara, con su Tara y su juramento, con su corazón inestable y su narcisismo, con su cama de dosel y su espejo vanidoso, con su cuñada inocente y su mansión venida a menos. Pero en “Cumbres borrascosas” todo es mucho más romántico y fatalista, más trágico y pasional, porque la venganza aquí nace de lo más profundo e interior… y grita con desesperación por salvar el propio alma, que es a la vez la de Heathcliff y la de Cathy.
En la obra de Brontë y Wyler todo es tormentoso y en cierta medida también un poco diabólico, la tormenta y la lluvia parecen arrasarlo todo y no dejar más que un par de almas desgarradas y una rama de brezo como recuerdo de un tiempo de felicidad. Los celos y el rencor son aquí destructivos como pocas veces se ha visto, y el castigo llega con la misma vida mientras la liberación es traída por la muerte. No sabemos bien si son fantasmas en pena o enamorados condenados, pero lo cierto es que en este drama asistimos a los dos amores que Cathy alimentó en su vida, el loco y pasional y el estable y hogareño… y no sabemos cuál es más auténtico y enriquecedor, porque uno le dio la vida y el otro se la quitó.
502En las imágenes: Fotogramas de “Cumbres borrascosas” – Copyright © 1939. The Samuel Goldwyn Company. Todos los derechos reservados.
Publicado el 12 noviembre, 2014 | Categoría: 9/10, Años 30, Drama, Filmoteca, Hollywood, Romance
Etiquetas: Alfred Newman, amor, Cumbres borrascosas, David Niven, Emily Brontë, Gregg Toland, Laurence Olivier, Merle Oberon, Venganza, William Wyler